Era la mañana antes de Navidad cuando Harry despertó enredado en las finas sábanas de ceda que cubrían su cama de hotel.
En realidad no puede decirse que despertó, porque ni siquiera está seguro de haber dormido en lo absoluto. Estaba tan ansioso por el día que se le venía encima que no pudo conciliar con el sueño (aunque lo intentó, contó tantas ovejas como para abastecer a todo el Reino Unido de lana por el próximo año).
Quizás todo habría sido más fácil si no hubiese recibido un mensaje de su hermana una hora antes de irse a la cama. Después de todo, es navidad, ¿Qué podría tenerlo mortificado respecto a volver a casa para las fiestas? Normalmente estaría emocionado: regresar al hogar donde creció, atiborrarse de comida recién preparada por las gloriosas manos de su madre, pelearse con Gemma por quien decora más galletas en menos tiempo, acurrucarse en el viejo sillón de la sala y desenvolver obsequios la mañana del veinticinco.
Alejarse de la prensa y todo el bullicio de Los Ángeles. Sentirse por fin tranquilo.
Pero toda la idea de tranquilidad que tanto había anhelado se vio sepultada por el aterrador mensaje, no más de dos frases:
Mamá ha invitado a los Rothwell. Prepárate para ver a Anna después de diez años.
Aquellas palabras deberían venir con una señal de peligro.
Anna. La increíble e incomparable Anna Rothwell.
Nada menos que su primer amor.
Su casa estaba a dos de la suya. Creciendo en el mismo vecindario como dos niños de la misma edad (aunque Anna es mayor por cuatro meses, cosa que siempre le ha sacado de quicio) lo suyo fue casi inevitable. Una estrecha amistad infantil que se vio transformada en algo más con el paso de la adolescencia.
Claro que el tiempo los arrolló como una bola de nieve gigante que solo crece y crece a medida que avanza colina abajo. El futuro llegó muy pronto. Tomaron caminos diferentes. Esas cosas pasan.
Aun así...Anna.
Su primer beso, su primera vez. Su primer corazón roto.
Harry reflexionaba sobre el paso del tiempo mientras cepillaba sus dientes, demasiado distraído como para hacerlo bien. ¿Qué tanto habrá cambiado la chica que solía escabullirse por la ventana de su habitación a las tres de la mañana, solo porque le apetecía hacerlo? ¿Qué tanto habrá cambiado él, el chico que se ofrecía a arreglar su bicicleta aunque no tuviera idea de cómo hacerlo?
Harry no estaba seguro de querer saber la respuesta.
Con la cabeza pesada y los ojos resecos por el trasnocho se subió al auto y después al avión. Intentó dormir una vez que se alzaba sobre las nubes, ya se había vuelto un experto en recuperar horas de sueño moviéndose de un lugar a otro por el trabajo, pero incluso entonces no lo logró.
En sus pensamientos retumbaba una pregunta constante, una que, por más que lo intentara, no podía ignorar:
¿Después de diez años, Anna lo seguirá odiando?