XX

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Había olvidado correr las cortinillas y cerrar las contraventanas. La consecuencia fue que cuando la luna, llena y brillante en la coche serena, alcanzó determinada altura en el cielo, su espléndida luz, pasando a través de los cristales, me despertó. El disco plateado y cristalino de la luna era muy bello, pero me producía un efecto en exceso solemne. Me incorporé y alargué el brazo para correr las cortinillas.

¡Dios mío, qué grito oí en aquel instante! Un sonido agudo, salvaje, estremecedor, que rompió la calma de la noche, recorriendo de extremo a extremo Thornfield Hall.

Mi pulso, mi corazón y mi brazo se paralizaron. El grito se apagó y no se repitió. Procedió sin duda del tercer piso. Encima de mí se sentía ahora rumor de lucha. Una voz medio sofocada gritó tres veces:

-¡Socorro!

Oí nuevos ruidos sobre el techo y una voz clamó:

-¡Rochester: ven, por amor de Dios!

Se abrió una puerta, alguien corrió por la galería. Sentí nuevas pisadas en el piso alto y luego una caída. El silencio se restableció.

Acerté a ponerme alguna ropa, a pesar de que el horror paralizaba mis miembros. Salí de mi dormitorio. Todos los invitados habían despertado. Se sentían exclamaciones y murmullos de horror en todos los cuartos, las puertas se abrían unas tras otras y la galería se llenaba de gente. Se oía decir: «¿Qué es?», «¿Qué pasa?», «Enciendan la luz», «¿Hay fuego?», «¿Son ladrones?» Salvo la luz de la luna, que entraba por las ventanas, las oscuridad era completa. Todos corrían de un lado para otro, tropezándose, pisándose. Reinaba una confusión indescriptible.

-¿Dónde diablo está Rochester? -gritó el coronel Dent-. No lo encuentro en su alcoba.

-Aquí, aquí -se oyó contestar-. Tranquilícense; ya vuelvo.

La puerta del final de la galería se abrió y el dueño de la casa apareció llevando una bujía. Venía del piso alto. La Srta. Ingram corrió hacia él y le asió de un brazo.

-¿Qué ha ocurrido? Díganoslo en seguida, sea lo que fuere.

-¡Pero no me estrangulen! -repuso Rochester, viendo que las Eshton caían también sobre él y que las dos viudas, vestidas con sus amplias batas de noche, se dirigían también a su encuentro, como buques navegando a toda vela.

-No pasa nada, no pasa nada -agregó-. Mucho ruido y pocas nueces. Sepárense, señoras: las voy a poner perdidas de cera.

Ofrecía un aspecto terrible: sus ojos centelleaban. Dominándose con visible esfuerzo continuó:

-Una criada ha tenido una pesadilla. Eso es todo. Se trata de una persona irritable y nerviosa. Ha soñado con una aparición y el miedo le ha producido un ataque. Les ruego que vuelvan todos a sus cuartos. Caballeros: den ejemplo a las señoras. Srta. Ingram: estoy seguro que usted sabrá dominar ese inmotivado terror. Amy y Louisa: vuélvanse a sus nidos, como dos dóciles palomitas que son. Y ustedes, señoras -dijo, dirigiéndose a las viudas-, se acatarrarán si siguen más tiempo así en esta galería helada.

Alternando las órdenes y las palabras amables, logró que todos volviesen a sus lechos. Yo me retiré al mío tan silenciosamente como lo había abandonado.

Pero no me acosté: antes bien, me vestí por completo para prepararme a toda contingencia. Los ruidos y exclamaciones que yo oyera acaso no los hubiesen sentido los demás, ya que procedían del cuarto situado sobre el mío. Así, yo estaba segura de que lo de la pesadilla de una criada había sido mera invención para tranquilizar a los invitados. Una vez vestida, permanecí junto a la ventana, mirando los campos silenciosos iluminados por la luna, en espera no sabía de qué. Suponía que seguiría algún acontecimiento al grito, la lucha y la petición de socorro.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora