XXI

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¡Qué cosa tan extraña son los presentimientos! Ellos, como las simpatías espontáneas y los signos que se hallan en todas las cosas, constituyen un misterio del que la humanidad no ha encontrado la clave. Nunca me burlaré de los presentimientos, porque yo misma los he experimentado muchas veces. La simpatía espontánea existe también, como ocurre entre parientes que no se han visto jamás, y que simpatizan, no obstante, como demostración de su origen común. Es cuanto a los signos reveladores, quizá sean muestra de la simpatía de la naturaleza hacia el hombre.

Teniendo apenas seis años, oí una noche comentar a Bessie Leaven y Martha Abbot que la primera había soñado con un niño pequeño y que soñar con niños es signo seguro de desgracia, o para uno mismo o para otros. A la mañana siguiente Bessie tuvo que ir a su casa, porque su hermana menor había muerto.

Ahora yo llevaba una semana soñando constantemente con un niño a quien tenía en brazos o sobre las rodillas, o cuyos juegos vigilaba en un prado. Unas veces era un niño triste y otras riente; ora se refugiaba en mi regazo; ora huía de mi lado. De un modo u otro, la aparición se me repitió durante siete noches.

Al pensar en la reiteración de este sueño me ponía nerviosa en cuanto llegaba a la hora de acostarme. Cuando el grito de aquella noche me despertó, soñaba estar en la fantástica compañía de aquel niño. La tarde del día siguiente me dijeron que en el gabinete de la Sra. Fairfax había una persona que deseaba verme. Me dirigí hacia allí y encontré a un hombre de aspecto de criado. Vestía de negro, con un crespón en el sombrero que tenía en la mano.

-Me parece que no me conoce usted señorita -dijo-. Pero yo a usted, sí. Me llamo Leaven y era cochero en casa de la Sra. Reed cuando usted vivía allí hace ocho o nueve años.

-¡Oh, Robert! ¿Cómo está usted? Le recuerdo muy bien. Solía usted montarme en la jaquita de Georgiana. ¿Y Bessie? Porque es usted marido de Bessie, ¿verdad?

-Sí, señorita. Bessie está bien, gracias a Dios. Hace dos meses ha tenido otro pequeño. Ya son tres con éste. Todos están bien.

-¿Y mis parientes, Robert? ¿Cómo se encuentran?

-Siento decirle que mal. Sufren una gran desgracia.

-Confío que no haya muerto ninguno -dije, dirigiendo una mirada al vestido negro del cochero.

-El Sr. John ha muerto en Londres hace una semana.

-¡John!

-Sí.

-¿Y cómo está su madre?

-¡Figúrese! El Sr. John hacía una vida extraña y su muerte lo ha sido más aún.

-Bessie me dijo que no se comportaba bien.

-Hacía una vida pésima, derrochando su dinero y su salud entre las peores gentes que podía encontrar. Dos veces ha estado preso por deudas. Su madre le ayudó a salir, pero en cuanto de halló libre volvió a sus vicios y a sus malas compañías. Creo que no estaba bien de la cabeza y las gentes con quien trataba le acabaron de echar a perder. Hace tres meses fue a casa y pidió a la señora que le diera cuanto poseía. La señora se negó, porque sus bienes han mermado mucho como consecuencia de las locuras de su hijo. Él se fue y ahora hemos sabido su muerte. ¡Y qué muerte! Dicen que se ha suicidado...

Yo estaba anonadada. Robert Leaven continuó.

-La señora, a pesar de ser robusta, hace tiempo que no está bien de salud. Las pérdidas de dinero y el temor a la pobreza la han empeorado. Y la brusca noticia del suicidio del señorito le produjo un ataque. Durante tres días estuvo sin hablar. El martes pasado parecía encontrarse mejor. Hacía señas a mi mujer, como si quisiera decirle algo. Pero sólo ayer por la mañana pudo Bessie entender lo que decía: «Tráigame a Jane, tengo que hablarle.» Aunque Bessie no tenía certeza de que la señora supiese lo que decía, habló a las señoritas, aconsejándolas que enviasen a buscarle a usted. Las jóvenes se indignaron, pero su madre repitió: «Jane, Jane», tantas veces, que acabaron consintiendo. Salí de Gateshead ayer y quisiera llevarla mañana por la mañana.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora