XXXII

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Proseguí mis tareas en la escuela de la aldea tan activa y entusiasta como pude. El trabajo fue duro al principio. Pasó tiempo, pese a mis esfuerzos, antes de que pudiera comprender a mis alumnas y su modo de ser. Me parecía imposible desembotar sus facultades y, además, al primer golpe de vista, todas se me figuraron iguales en su rusticidad y en sus aptitudes. Pronto comprendí que estaba equivocada y que entre ellas había tanta diferencia de una a otra como la que hay entre seres educados. Una vez comenzamos a comprendernos mutuamente, descubrí en muchas de ellas cierta amabilidad natural, cierto innato sentido del respeto propio y una capacidad innata que granjearon mi admiración y mi buena voluntad. Las muchachas se interesaron en seguida en cumplir bien sus tareas, en adquirir hábitos de limpieza, puntualidad y urbanidad. La rapidez de los progresos de algunos era sorprendente. Y ello me imbuía un modesto orgullo. Acabé estimando a algunas de las mejores discípulas, y ellas me correspondían. Tenía entre las alumnas varias hijas de granjeros, ya casi mujeres. Como sabían leer, escribir y coser algo, pude enseñarles rudimentos de gramática. geografía, historia y labores. A veces pasaba agradables horas en las casas de  algunas de las que se mostraban más ávidas de instruirse y progresar. En tales casos, los granjeros, sus padres, me colmaban de atenciones. Experimentaba una alegría aceptándolas y retribuyéndolas con consideraciones y respeto escrupuloso hacia sus sentimientos, a lo que quizá no estuvieran acostumbrados. Ello les encantaba y beneficiaba, porque, sintiéndose elevados ante sus propios ojos, procuraban merecer el trato diferente que yo gustosamente les daba.

Me convertí en favorita de la aldea. Cuando salía, acogíanme por doquiera cordiales saludos y amistosas sonrisas. Vivir entre el respeto general, aunque sea entre humildes trabajadores, es como estar «sentados bajo un sol dulce y benigno». En aquel periodo de mi vida mi corazón solía estar más animado que abatido. Y con todo, lector, en medio de mi existencia tranquila y laboriosa, tras un día pasado en la escuela y una velada tranquila leyendo en apacible soledad, cundo me dormía soñaba extraños sueños, coloridos, agitados, llenos de ideal, de aventura y de novelescas probabilidades. Muchas veces imaginaba hallarme con Rochester, me sentía en sus brazos, oía su voz, veía su mirada, tocaba su rostro y sus manos, y entonces la esperanza  y el deseo de pasar la vida a su lado se renovaban en todo su prístino vigor. Al despertar recordaba dónde estaba y cómo vivía, me estremecía de dolor y la noche oscura asistía a mis convulsiones de desesperación y al crepitar de la llama de mis pasiones. A las nueve de la mañana siguiente, abría con puntualidad la escuela y me preparaba para los cotidianos deberes.

Rosamond Oliver cumplió su palabra de visitarme. Solía ir a la escuela durante su paseo matinal a caballo, seguida por un servidor montado. Imposible imaginar nada más exquisito que el aspecto que tenía con su vestido rojo y su sombrero de amazona graciosamente colocado sobre sus largos rizos que besaban sus mejillas y flotaban sobre sus hombros. Solía llegar a la hora en que el Sr. Rivers daba la diaria lección de doctrina cristiana. Yo comprendía que los ojos de la visitante desgarraban el corazón del joven pastor. Dijérase que un instinto secreto anunciase a Rivers la llegada de la muchacha, porque, aunque fingía no verla, antes de que cruzase el umbral, la sangre se agolpaba en sus mejillas, sus marmóreas facciones se transformaban y su serenidad aparente demostraba una impresión mayor que cuanto hubieran exteriorizado los más vivos ademanes o miradas.

Ella sabía el efecto que causaba. Pese a su cristiano estoicismo, Rivers, cuando Rosamond le miraba y le sonreía, no podía contener el temblor de sus manos y el fulgor de sus ojos. Parecía decirla, con su mirada, triste y resuelta a la vez: «La amo y sé que usted me aprecia. No dejo de dirigirme a usted por temor al fracaso. Creo que si le ofreciera mi corazón, usted lo aceptaría. Pero mi corazón está destinado a arder en un ara sagrada y en breve el sacrificio se habrá consumado».

En tales ocasiones ella se ponía pensativa como una niña disgustada. Una nube velaba su radiante vivacidad; separaba con premura la mano de la de él y volvía la mirada. Estoy segura de que Rivers hubiera dado un mundo por retenerla cuando se apartaba de él así, pero no, en cambio, una probabilidad de alcanzar el cielo. No hubiera cambiado por el amor de aquella mujer su esperanza de alcanzar el verdadero paraíso. Ni le era posible concentrar en los límites de un solo amor sus ansias de ambición, de poeta, de sacerdote. No quería, ni debía, sacrificar su tarea de misionero a una vida reposada en los salones de Pale Hall. Aprendí mucho en el ejemplo de aquel hombre, una vez que, a pesar de su reserva, logré penetrar algo en su confianza.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora