XVII

167 17 3
                                    

Pasó una semana, pasaron diez días y no llegaban noticias de el Sr. Rochester. La Sra. Fairfax aseguraba que no le sorprendería que a lo mejor se marchara con sus amigos a Londres, e incluso al continente, y que no apareciera por Thornfield hasta dentro de un año. Era muy frecuente en él desaparecer de aquel modo brusco e inesperado. Al oírla experimenté un extraño desfallecimiento en el corazón, pero dominando mis sentimientos logré enseguida superar mi momentáneo desvarío, recordando lo absurdo que era que considerase los movimientos de el Sr. Rochester como cosa de vital interés para mí. Con esto no me situaba ante mí misma en una situación de inferioridad, sino que al contrario, razonaba:

«Tú no tienes nada que ver con el dueño de Thornfield, sino para cobrar el sueldo que te paga por enseñar a su protegida y para agradecerle el trato amable que te da, y el cual tienes derecho a esperar mientras cumplas tus deberes a conciencia. Entre él y tú no pueden existir otras relaciones. Prescinde, pues, de consagrarle tus sentimientos, entusiasmos y cosas análogas. Él no es de tu clase; mantente en tu terreno y, por tu propio respeto, no ofrezcas tu amor a quien no lo pide y acaso te lo despreciara.»

Me ocupé, pues, con calma en mi misión cerca de la niña, pero sin poderlo evitar bullían en mi cerebro ideas u conjeturas sobre la posibilidad de abandonar Thornfield y buscar nuevos horizontes. Pensamientos de tal clase no había por qué reprimirlos; antes bien, podían desarrollarse libremente y fructificar si llegaba el caso.

El Sr. Rochester llevaba ausente unos quince días cuando la Sra. Fairfax recibió una carta.

-Es del amo -dijo, mirando la dirección-. Ahora sabremos si vuelve o no.

Mientras abría el escrito, yo comencé a tomar mi café (porque nos hallábamos desayunando) y, como estaba muy caliente, atribuí a tal circunstancia el brusco arrebato que me coloreó de rojo la cara. Lo que ya no pude concretar a qué se debiera fue el temblor de mi mano, que me hizo derramar en el plato la mitad del contenido de mi taza.

-Vaya -dijo la Sra. Fairfax, después de leer la carta-: yo, a veces, me quejo de que aquí estamos demasiado tranquilos, pero me parece que ahora vamos a andar demasiado ocupados, al menos por algún tiempo.

Me permití preguntar:

-¿Es que vuelve pronto el Sr. Rochester?

-De aquí a tres días, según dice, y no solo. Yo no sé cuánta gente traerá consigo, pero ordena que se preparen los mejores dormitorios y que se limpien los salones y la biblioteca. Es necesario que yo busque alguna ayudante de cocina y a alguna asistente en la posada de George en Millcote y donde se pueda. Además, las señoras traen sus doncellas y los señores sus criados. Así que vamos a tener la casa llena.

La Sra. Fairfax terminó, pues, su desayuno y se apresuró a preparar todo lo necesario. Aquellos tres días hubo mucho ajetreo. Yo creía que todos los aposentos de Thornfield estaban arreglados y limpios, pero entonces descubrí que me engañaba. Tres mujeres fueron contratadas para ayudar en las tareas, y hubo fregado, barrido, sacudido de alfombras, limpieza de espejos, preparación de chimeneas y lavado de ropas de cama, como no viera en mi vida. Adèle estaba encantada con los preparativos y con la perspectiva de los invitados que iban a venir. Hizo que Sophie reparase todas sus toilettes, según llamaba a los vestidos, para arreglar aquellos que estuvieran passées. Por su parte no hizo nada, sino saltar en las alcobas, brincar en las camas, tenderse en los colchones y apilar almohadas ante las chimeneas. Le dimos vacaciones, porque la Sra. Fairfax había requerido mi ayuda y yo pasaba el día en la despensa con ella y con la cocinera, aprendiendo a hacer flanes y natillas, a preparar empanadillas de queso y dulces a la francesa, a mechar carne y a guarnecer paltos de postre. Se esperaba a los invitados la tarde del jueves, y se contaba que cenaran a las seis. Durante todo aquel periodo no tuve tiempo de imaginar quimeras y estuve más activa y alegre que nadie, excepto Adèle. No obstante, de vez en cuando, a despecho de mí misma, me dejaba arrastrar con el pensamiento a la región que originaban mis dudas, suposiciones y conjeturas sombrías. Esto sucedía cuando veía abrirse la puerta de la escalera del tercer piso y aparecer a Grace Poole, con su cofia almidonada y su delantal blanco, deslizándose por la galería con su paso tranquilo, mirando el interior de los revueltos dormitorios, y diciendo alguna palabra a los asistentes a propósito de la limpieza, del polvo de las chimeneas, del modo de quitar las manchas de las paredes empapeladas... Grace bajaba a comer a la cocina una vez al día, fumaba una pipa junto al fogón y se marchaba llevándose a su guarida, para su solaz, una voluminosa jarra de cerveza. Sólo una hora del día pasaba con los demás sirvientes; el resto estaba en su habitación del piso alto, acaso riendo con aquella terrible risa suya, y tan solitaria como un prisionero en su celda.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora