XXXVIII

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Conclusión

Lector: me casé con Edward. Fue una boda sencilla. Sólo él, el párroco, el sacristán y yo estuvimos presentes. Cuando volvimos de la iglesia, fui a la cocina de la casa, donde Mary estaba preparando la comida y John sacando los cubiertos, y dije:

-Mary: me he casado esta mañana con el Sr. Rochester.

El ama de casa y su marido pertenecían a esa clase de personas flemáticas y correctas, a las que se puede participar de una noticia sin temor a que nos abrumen con sus exclamaciones y nos ahoguen bajo un torrente de palabras de asombro. Mary me miró: el cucharón con que golpeaba un par de pollos que se asaban al fuego permaneció suspendido en el aire unos tres minutos y durante el mismo tiempo quedó interrumpido el proceso de arreglo de los cuchillos de John. Después, Mary, volviendo a inclinarse sobre el asado, se limitó a decir:

-¿Sí, señorita? Muy bien.

Y al cabo de un breve rato continuó:

-La vi salir con el señor, pero no sabía que iban a la iglesia.

Y siguió golpeando los pollos. Me volví hacia John y vi que reía abriendo mucho la boca.

-Ya le decía yo a Mary que acabaría sucediendo así -comentó-. Conozco bien al Sr. Edward (John era un criado antiguo y trataba a su amo desde que éste era el menor de la familia, por lo que se permitía a veces llamarlo  por su nombre propio) y me constaba lo que se proponía. Estaba seguro de que no lo demoraría mucho, y ha hecho bien. Le deseo muchas felicidades, señorita.

Y se quitó cortésmente la gorra.

-Gracias, John. El Sr. Rochester me dijo que les diera esto.

Puse en su mano un billete de cinco libras  salí de la cocina. Pasando poco después ante la puerta de tal santuario, oí estas palabras:

-Será mejor para él que una de esas señoronas... Y ella podría haber encontrado otro más guapo, pero no de mejor carácter ni más cabal...

Escribí a Cambridge y a Moor House dando la noticia. Diana y Mary me aprobaron sin reserva alguna. Diana me anunció que, una vez transcurrido un tiempo prudencial para dejar pasar la luna de miel, iría a visitarme.

-Vale más que no espere a que pase, Jane -dijo mi marido cuando le leí la carta-, porque tendrá que aguardar mucho. Nuestra luna de miel durará tanto, que sólo se apagará sobre tu tumba o la mía.

No sé que efecto causaría la novedad a John, porque no me contestó ni tuve carta suya hasta seis meses más tarde. En ella no aludía para nada a Edward ni a mi casamiento. Era una misiva tranquila y, aunque seria, afectuosa. Desde entonces mantenemos una correspondencia regular, si bien no frecuente. Él dice que confía en que yo sea feliz y espera que no imite a aquellas que prescinden de Dios para ocuparse sólo en las cosas terrenales.

¿Verdad que no has olvidado a Adèle, lector? Yo tampoco. Escaso tiempo después de casados, pedí a Rochester que me dejase ir a visitarla al colegio donde se hallaba interna. Su inmensa alegría me conmovió mucho. Me parecía pálida y delgada, y me confesó que no era feliz. Yo descubrí que la disciplina del colegio era demasiado rígida y su programa de estudios demasiado abrumador para una niña de aquella edad. Me la llevé a casa, resuelta a ser su institutriz de nuevo, pero esto no resultó posible, porque todos mis cuidados los requería otra persona: mi marido. La instalé, pues, en otro colegio menos severo y más próximo, donde me era fácil visitarla a menudo y llevarla a casa de vez en cuando. Me preocupé de que no le faltase nada que pudiera contribuir a su bienestar, y así, pronto se sintió satisfecha y progresó en sus estudios. A medida que crecía, una sana educación inglesa corrigió en gran parte sus defectos franceses, y cuando salió del colegio hallé en ella una compañera agradable, dócil, de buen carácter y sólidos principios. Con su sincera afección por mí y los míos, ha compensado de sobra las pequeñas bondades que alguna vez haya podido tener con ella.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora