XXXVII

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Ferndean era un edificio antiguo, de regular tamaño y sin pretensiones arquitectónicas, situado en el fondo de un bosque. Rochester hablaba con frecuencia de aquella casa y la visitaba a veces. Su padre la había dedicado a albergue de caza. Hubiese querido alquilarla, pero la insalubridad de su situación lo impedía. Por tanto, Ferndean permanecía deshabitada y desamueblada, con excepción de dos o tres habitaciones, utilizadas por su duelo cuando iba a cazar.

Llegué allí al caer de una tarde de cielo plomizo, viento frío y lluvia penetrante y continua. Recorrí a pie la última milla, después de despedir al coche y cochero con la doble remuneración ofrecida. Aunque muy próxima a la casa, no la distinguía aún, tan espeso y sombrío era el bosque que la rodeaba, Atravesando una verja entre dos columnas de granito, me encontré bajo la oscura bóveda que formaba el ramaje. Un camino cubierto de hierba penetraba en el bosque entre intrincadas zarzas, bajo las apretadas ramas de los árboles. Lo seguí esperando alcanzar pronto mi objetivo, pero a pesar de que avanzaba incesantemente, no veía por lado alguno señales de casa.

Temí haber tomado una dirección equivocada o haberme extraviado. La oscuridad y la soledad del lugar me impresionaban. Miré en torno, en demanda de otro camino; no había ninguno. Sólo se distinguían gruesos troncos, espesos follajes y ningún claro.

Continué. Al fin el bosque se hizo menos denso y hallé una empalizada y tras ella la casa, apenas visible entre los árboles, tan cubiertos de verdín y humedad estaban sus ruinosos muros. Pasando un portillo me encontré en un espacio abierto, rodeado en semicírculo por el bosque. No había flores ni césped; sólo un sendero enarenado rodeado de musgo. Las ventanas de la casa eran enrejadas y angostas, y la fachada, estrecha y mezquina. Como me dijera el posadero, Ferndean era un desolado lugar. Reinaba el silencio, como en una iglesia inglesa en un día no festivo. El único rumor que se sentía era el de la lluvia. 

«¿Es posible que viva alguien allí», me pregunté.

Sí; viví alguien. La puerta se abrió lentamente y una figura apareció sobre la escalera de acceso. Extendió la mano como para comprobar si llovía. A pesar de la oscuridad, le reconocí. Era mi amado Edward Fairfax Rochester en persona.

Detuve mis pasos, contuve la respiración y le contemplé, ya que él, ¡ay!, no podía contemplarme. En aquel encuentro el entusiasmo quedaba reprimido por la pena. No me fue difícil ahogar la exclamación que acudía a mi garganta, ni paralizar mi impulso de lanzarme hacia Edward.

Su figura tenía el porte erguido de siempre, su cabello siendo negro y sus facciones no estaban nada alterados por el transcurso de un año de penas, gracias a su constitución vigorosa. Y, sin embargo, se apreciaba un cambio en él. Una fiera mutilada, un águila enjaulada a la que se hubiese arrancado los ojos podrían dar una idea de la apariencia de aquel Sansón ciego.

Mas si imaginas, lector, que sentía temor de él, me conoces poco. No; yo experimentaba la dulce esperanza de depositar un beso de aquella frente de roca y en aquellos labios ásperamente cerrados. Pero no quería abordarle aún.

Descendió un escalón y avanzó, lento, hacia el sendero. Luego se detuvo, alzó la mano, abrió los párpados y, como haciendo un esfuerzo desesperado, dirigió sucesivamente los ojos al cielo y a los árboles. Mas se comprendía que ante aquellos ojos no se extendía más que el vacío y la sombra. Extendió la mano izquierda (llevaba la derecha, que era la amputada, en el bolsillo) como para cerciorarse de si había algo ante él. Pero los árboles estaban aún a varias yardas de distancia. Se paró bajo la lluvia, que mojaba su cabeza descubierta. En aquel momento apareció John, no sé por dónde.

-¿Quiere que le dé el brazo, señor? -preguntó-. Llueve mucho y vale más que vuelva a casa.

-Déjeme solo -dijo Rochester.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora