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Hasta ahora he consagrado varios capítulos a detallar todos los pormenores de mi insignificante existencia. Pero ésta no es una biografía propiamente dicha y, por tanto, puedo pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho años a partir de los diez, no consagrándole más que unas breves líneas.

Una vez que la fiebre tífica hubo cumplido su tarea de devastación en Lowood, desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la atención pública. Hecha una investigación sobre el origen de la epidemia, la indignación general fue muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida de las niñas, el agua infectada que se usaba en su preparación y la insuficiente limpieza, vestuario e instalaciones de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para el Sr. Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institución.

Personas adineradas y bondadosas del condado suscribieron generosas aportaciones para la mejora del colegio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela de enviaron a una Comisión que debía administrarlos. Lo muy influyente que era el Sr. Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al cargo de tesorero y otras personas, más compasivas y mejores que él, asumieron parte de los deberes que antes ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió entonces en una verdadera institución de utilidad pública. Yo viví en ella ocho años desde su reorganización: seis como discípula y dos como profesora, y puedo atestiguar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la casa.

Durante aquellos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque nunca estuve ociosa. Tenía a mi alcance las posibilidades de adquirir una sólida instrucción, era aplicada y deseaba sobresalir en todo y granjearme las simpatías de las profesoras. Cuando llegué a ser la primera discípula de la primera clase, fui promovida a profesora y desempeñé el cargo durante dos años, al cabo de los cuales mi vida se modificó.

La Srta. Temple, a través de todos los cambios, había conservado su cargo de inspectora. A ella debía yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era para mí una madre, una maestra y una compañera. Al fin se casó con un sacerdote, un hombre tan excelente, que casi se merecía una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga.

Al irse me pareció que se iban también todos los sentimientos, todas las ideas que me hicieran considerar, en cierto modo, a Lowood como mi propia casa. Yo había asimilado muchas de las cualidades de la Srta. Temple: el orden, la serenidad, la autoconvicción de que era feliz. A los ojos de las demás pasaba por un carácter disciplinado y tranquilo y hasta a mí misma me lo parecía.

Pero el destino, en forma del padre Nasmyth, se interpuso entre la Srta. Temple y yo. La vi, por última vez, a raíz de la boda, subir, con su ropa de viaje, a la silla de Posta que se la llevaba, y luego contemplé el vehículo subir la colina y desaparecer entre los árboles. Me retiré a mi alcoba y pasé a solas casi todo el resto del día que, en atención a lo excepcional del caso, se consideraba semi festivo.

Todo el tiempo estuve paseando por mi cuarto. Al principio creí que sólo me hallaba triste por la pérdida de mi amiga. Pero al cabo de mis reflexiones llegué a otro descubrimiento, y era el de que, desaparecida la Srta. Temple y, con ella, la atmósfera de serenidad que la rodeaba y que yo asimilara, se esfumaban también todos los pensamientos y todas las inclinaciones que el contacto con ella me produjeran, y volvía a sentirme en mi elemento natural y a experimentar las antiguas emociones. Hasta entonces, mi mundo había estado reducido a las paredes de Lowood y mi experiencia se constreñía a la de sus reglas y sistemas. Más ahora recordaba que había otro mundo, y en él un amplio campo de esperanzas, sensaciones y goces para quien tuviera el valor de arrastrar sus peligros.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora