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Cuanto más iba conociendo a los habitantes de Moor House, más los apreciaba. A los pocos días había recobrado mi salud, podía hablar con Diana y Mary cuanto querían y ayudarlas como y cuando les parecía bien. Había para mí un placer en aquella especie de resurrección: el de convivir con gentes que congeniaban conmigo en gustos, sentimientos y principios.

Me gustaban las lecturas que a ellas, disfrutaba con lo que ellas disfrutaban, reverenciaba las cosas que aprobaban ellas. Ellas amaban su casa y yo, en aquel edificio de antigua arquitectura (con su techo bajo, sus ventanas enrejadas, su avenida de pinos añosos, su jardín, con sus plantas de tejo y acebo, donde sólo florecían las más silvestres flores) encontraba un encanto constante y profundo. Compartía su afecto hacia los rojizos páramos que rodeaban la residencia, hacia el profundo valle al que conducía el sendero que arrancaba de la verja, y que, serpenteando entre los helechos, alcanzaba los silvestres prados del fondo, donde pastaban rebaños de ovejas y corderos. Yo comprendía sus sentimientos, experimentaba el atractivo del solitario lugar, amaba aquellas laderas y cañadas cubiertas de musgo, campánulas y otras florecillas silvestres, y sembradas, aquí y allá, de rocas. Tales detalles eran para mí, como para ellas, manantial de puros placeres. El viento huracanado y la dulce brisa, los días desapacibles y los serenos, el alba y el crepúsculo, las noches sombrías y las noches de luna, me producían a mí las mismas sensaciones que a ellas.

Dentro de la casa también nos entendíamos en todo. Ambas habían leído mucho y sabían más que yo, pero yo las seguía con facilidad en el camino que ellas recorrieran antes. Devoraba los libros que me dejaban y comentaba con entusiasmo por las noches lo que había leído durante el día. En opiniones y pensamientos coincidíamos de modo absoluto.

Si en nuestro trío había alguna superior a las demás, era Diana. Físicamente, valía más que yo: era hermosa y fuerte y poseía un dinamismo que excitaba mi asombro. Yo podía hablar algo sobre un asunto, pero en cuanto agotaba mi primer ímpetu de elocuencia, me sentía cansada y sin saber qué decir. Entonces me sentaba en un escabel, apoyaba la cabeza en las rodillas de Diana y oía alternativamente, a ella y a Mary, profundizar y glosar el tema que yo apenas había desflorado. Diana me ofreció enseñarme el alemán. Me gustaba aprender con ella, y a ella no le placía menos instruirme. El resultado de aquella afinidad de nuestros temperamentos fue afecto que se desarrolló entre nosotras. Descubrieron que yo sabía pintar e inmediatamente pusieron a mi disposición sus calas y útiles de dibujo. Les sorprendió y encantó encontrar que siquiera en un aspecto las superaba. Mary se sentaba a mi lado para verme trabajar y tomar lecciones, y se convirtió en una discípula inteligente, asidua y dócil. Así ocupadas y entretenidas, los días pasaban como minutos y las semanas como días.

La intimidad que tan rápida y naturalmente brotó entre las jóvenes y yo, no se extendió a su hermano. Una de las razones de ello era que él estaba en casa relativamente poco, ya que solía dedicar su tiempo a visitar a sus feligreses pobres y enfermos.

Lloviese o hiciera viento, una vez pasadas las horas que dedicaba al estudio, tomaba el sombrero y seguido de Carlo, el viejo perro de caza, salía a cumplir su misión. Yo ignoraba si ésta le agradaba o si simplemente la consideraba como un deber. Cuando el tiempo era muy malo, sus hermanas insistían para que no saliera, pero él contestaba con una sonrisa más solemne que amable:

-Si el viento o la lluvia me detuviesen en el cumplimiento de mi labor, ¿cómo podría prepararme a la tarea que he resuelto realizar en el porvenir?

Diana y Mary contestaban con un suspiro y quedaban pensativas.

A mpas de sus frecuentes ausencias, el carácter reservado y concentrado de John Rivers elevaba en torno suyo una barrera que impedía la amistad con él. Celoso de su ministerio, impecable en su vida y costumbres, no parecía gozar, sin embargo, de la interior satisfacción, de la serenidad espiritual que debe ser característica de todo cristiano sincero y todo filántropo práctico. A veces, por las tardes, al sentarse junto a la ventana, con sus papeles ante sí, dejaba de escribir o de leer y se entregaba a no sé qué clase de pensamientos, que evidentemente, le excitaban y le perturbaban, como se podía apreciar por la expresión de sus ojos.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora