XXVII

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Varias veces durante la tarde, mientras el sol declinaba, me pregunté: «¿Qué haré?»

Pero la respuesta que me daba la razón: «Vete en seguida de Thornfield», me era tan dura de oír, que procuraba tapar los oídos a tal consejo, y me decía: «Lo peor ni es que haya dejado de ser la prometida de Edward Rochester. Este brusco despertar del más bello sueño, este hallar que cuanto imaginara era falso y vano, puedo soportarlo por horroroso que sea. Pero la idea de abandonarle es, resuelta, indudable y enteramente imposible. No puedo hacerlo».

Una voz interior me objetaba que sí podía y debía hacerlo. La conciencia, inexorable, asió la pasión por el cuello, la vituperó, la pisoteó bajo sus pies.

«Déjame buscar la ayuda de alguien», gemí.

«No; tú sola debes ayudarte; tú debes arrancar, si es necesario, tu ojo derecho y cortar tu propia mano. Sólo tu corazón debe ser la víctima de tu error».

Me incorporé, aterrorizada de aquella soledad en la que oía pronunciar tan despiadado juicio y del silencio que llenaba aquella inexorable voz. Al ponerme en pie sentí que se me iba la cabeza. No sólo sestaba agotada por la excitación, sino extenuada, ya que no había comido ni bebido nada en todo el día. Y entonces reparé en que nadie había venido a verme, ni preguntado por mí. Ni Adèle había llamado a mi puerta, ni la Sra. Fairfax me había avisado para comer. «Los amigos siempre olvidan a quienes olvida la fortuna», pensé. Descorrí el cerrojo y salí. Tropecé con un obstáculo y estuve a punto de caer. me sentí débil y mareada. Un brazo vigoroso me sujetó. Rochester, sentado en una silla, se hallaba ante el umbral de mi habitación.

-Al fin sales -dijo-. Hace mucho que espero y escucho. Ni un movimiento, ni un solo sollozo he sentido. ¡Cinco minutos más de esta espera intolerable y habría forzado la puerta, como un ladrón! ¡Oh, preferiría que me apostrofases de vehemencia, que tus lágrimas manaran sobre mi pecho! Pero me he equivocado. ¡No lloras! Tu rostro está pálido y tus ojos marchitos, pero en ellos no hay huellas de lágrimas. Temo que sea tu corazón el que haya vertido lágrimas de sangre... Dime algo, Jane. ¿No me reprochas? ¿No se te ocurre nada ofensivo que decirme? Te veo inmóvil, pasiva, mirándome con serenidad... No me propuse herirte, Jane. Estoy en la situación del pastor que tuviera una oveja, a la que quisiera como si fuera su hija, con quien compartiera su pan y su agua, y a la que un día degollara por error. Sí, ése es mi estado de alma... ¿No me perdonarás nunca?

¡Le perdoné en aquel mismo momento, lector! Había tan profundo remordimiento en sus ojos, tan sincera compasión en su acento y, sobre todo, tan inalterable amor en él y en mí! Sí; le perdoné con todo mi corazón, aunque no lo expresase con palabras.

-¿Sabes que soy un canalla, Jane? -me preguntó, tras un largo silencio, atribuyendo sin duda, mi silencio y mi calma más al abatimiento que a mi propia voluntad.

-Sí.

-Dímelo, pues, con franqueza, con dureza. No calles nada.

-No puedo. Me siento enferma y cansada. Tengo sed...

Emitió un profundo suspiro y tomándome en sus brazos, me hizo bajar las escaleras. No me di cuenta al principio de a dónde me llevaba. Luego sentí el estimulante calor del fuego. A pesar de estar en verano, me sentía fría como el hielo. Me ofreció una copa de vino y me sentí revivir. Comí algo que me dio y recuperé totalmente mis energías. Me encontré en la biblioteca, sentada en el sillón donde él solía sentarse. Rochester estaba a mi lado. Pensé que me valdría más morir en aquel momento. Sabía que debía abandonarle, y, sin embargo, no quería, no podía hacerlo.

-¿Cómo estás ahora, Jane?

-Mucho mejor.

-Toma más vino.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora