III

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Lo primero de lo que recuerdo después de aquello es de una especie de pesadilla en el curso de la cual veía ante mí una extraña y terrible claridad roja, atravesada por barras negras Parecía oír voces confusas, semejantes al aullido del viento o al ruido de la caída del agua en una cascada. El terror confundía mis impresiones. Luego noté que alguien me cogía, me incorporaba de un modo mucho más suave que hasta entonces lo hiciera alguien conmigo y me sostenía en aquella posición, con la cabeza apoyada, no sé si en una almohada o en un brazo.

Cinco minutos después, las nubes de la pesadilla se disiparon y me di cuenta de que estaba en mi propio lecho y que la luz roja era el fuego de la chimenea del cuarto de niños. Era de noche. Una bujía ardía en la mesilla. Bessie estaba a los pies de la cama con una vasija en la mano, y un señor, sentado a la cabecera, se inclinaba hacia mí.

Sentí una inexplicable sensación de alivio, de protección y de seguridad al ver aquel extraño caballero era un extraño a la casa. Separé mi mirada de Bessie (cuya presencia era menos desagradable  que me lo hubiera sido, por ejemplo, la de la Srta. Abbot) y la fijé en el rostro del caballero. Le reconocí: era el Sr. Lloyd. Pronuncié su nombre y le tendí la mano. Él la estrechó, sonriendo, y dijo:

-Vaya, vaya: todo va bien...

Luego encargó a Bessie que no me molestara durante la noche y dio algunas otras instrucciones complementarias. Dijo después que volvería al día siguiente y se fue, con gran sentimiento mío. Mientras estuvo sentado junto a mí, yo sentía la impresión de que tenía a un amigo a mi lado, pero cuando salió y la puerta se cerró tras él, un gran abatimiento invadió mi corazón. Dijérase que la habitación se había quedado a oscuras.

-¿No tiene ganas de dormir, Srta. Jane?- preguntó Bessie con inusitada dulzura.

Apenas me atreví a contestarle, temiendo que sus siguientes palabras fuesen tan violentas como las habituales.

-Probaré a dormir- dije únicamente.

-¿Quiere usted comer o beber algo?

-No, Bessie; muchas gracias.

-Entonces voy a acostarme, porque son más de las doce. Si necesita algo durante la noche, llámeme.

Aquella extraordinaria amabilidad me animó a preguntarle:

-¿Qué pasa, Bessie? ¿Estoy enferma?

-Se desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segura de que pronto se pondrá buena.

Y se fue a la habitación de la doncella, que estaba contigua. Le oí decirle:

-Venga a dormir conmigo en el cuarto de niños, Sarah. No quisiera estar sola esta noche con esa pobre pequeña. Temo que se muera. ¡Dios sabe lo que habrá visto en el cuarto rojo! La señora esta vez ha sido demasiado severa.

Sarah la acompañó. Ambas de acostaron y durante media hora estuvieron cuchicheando, antes de dormirse. Yo únicamente pude entender retazos aislados de su conversación, por los que sólo saqué en limpio la esencia del  objeto de charla.

-Vio una aparición vestida de blanco... Y detrás de ella, un enorme perro negro... Tres golpes en la puerta de la habitación... Una luz en el cementerio de la iglesia...

Y otras cosas por el estilo. Se durmieron, al fin. El fuego y la bujía se apagaron. Pasé toda la noche en un temeroso insomnio. Mis ojos, mis oídos y mi cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como solo los niños pueden sentir. 

Con todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto rojo. El suceso me produjo únicamente un trauma nervioso, que aún hoy repercute en mi cerebro. Sí, Sra. Reed: a usted le debo bastantes sufrimientos mentales... Pero la perdono, porque sé que ignoraba usted lo que hacía y que, cuando me sometía a aquella tortura, pensaba corregir mis malas inclinaciones.

Jane EyreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora