Prefacio

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El tiempo parecía detenerse cuando Coryanne, reclamó su lugar en la sala de los Dioses. Cómo era usual, ninguno se los cuatro presentes se atrevió a decir nada, solo se percibía el sonido de su largo vestido oscuro como la medianoche arrastrarse contra el suelo y el titilar de las gotas de oro que lo decoraban. Con suma gracia, tomo su lugar en el asiento, y ambas cadenas doradas atascadas en ambos lados de su cabeza centellaron cual estrella a la luz del candelabro central, haciendo un contraste con su cabello de un tono tan negro tan profundo que parecía devorar la luz.

La dama de la noche, señora de la oscuridad; eran algunos de los nombres con los cuales se referían a ella. Le gustaba creer que sus ojos con nubes negras hacían justicia al título, al fin y al cabo reflejaban las intensas sombras, que no eran más que un vistazo de su interior. Ella era la portadora de un gran poder, al igual que los cuatro seres que la acompañaban en la sala celestial.

Los gemelos brujos, la de los elfos y él de la vida marina. Todos ellos ostentaban poderes distintos pero semejantes. Todos ellos eran letales, Coryanne también lo era. 

Los seis lugares rodeaban una mesa redonda de un material brillante que asemejaba a un cristal extraño y precioso, las paredes de un amarillento pálido tenían tallados y formas tan complejas y hermosas, decoradas con cristales mosaicos y aplicaciones deslumbrantes y delicadas. Eran esos minúsculos detalles lo que hacían de esa sala un sitio magnifico a la altura de los seis dioses.

Por la puerta principal entraban y salían sirvientes de distintas razas, que se paseaban ante los lugares ofreciendo frutas, vinos y quesos, cada uno de ellos ataviados con el mismo uniforme pero en colores distintos haciendo alusión a sus razas, hacían su trabajo sin mirar a los ojos de los dioses. 

Doncellas vestidas de negro que eran de la raza de los demonios, se acercaron a Coryanne y se ofrecieron para acomodar cada cabello oscuro que se pudiera haber desaliñado cuando salió de su carroza.

— Quince segundos. — El varón de los gemelos rompió el silencio.

Él era Hypatias, el racional.

El brujo enfocó su atención en el reloj de arenas blancas que había en el centro de la mesa. Muchas veces Coryanne había pensado que pese a estar condenado a vivir su eternidad en el cuerpo de un niño pequeño, su voz delataba el peso de aquellos años vividos. Era una voz pesada, llena de cansancio y conocimiento.

Justo en el momento en que el último grano de arena cayó, el silenció asfixiante desapareció. En su lugar se escucharon trompetas en la entrada acompañadas del relinchar de unicornios y el sonido de sus cascos repiqueteando contra el suelo.

Todos los seres, incluso las deidades allí presentes voltearon la vista hacia la entrada cuando Izar entró a la sala montando un unicornio.

Más de uno rodó los ojos cuando el arcángel se desmontó del corcel y tomó su lugar junto a la mesa, un par de ángeles vistiendo de blanco y dorado se acercaron al unicornio y lo sacaron del lugar de manera discreta. Era de esperar esa entrada digna de nadie más que Izar, quien siempre trataba de llamar la atención y un día como hoy no era menos. Cada mes esta sala era utilizada para discutir temas en los cuales se requería la intervención de todos los dioses en unanimidad, y para lo cual, cada una de aquellas reuniones se oficiaba en un idioma distinto, ese día correspondía a la lengua de los ángeles.

— Podríamos empezar. — Musitó Hypatias aburrido.

— Me gustaría empezar con una queja si se me permitiese. — Empezó Coryanne dirigiendo su atención a Hypatias. Este asintió y le dejó la palabra para que continuase. — Ha llegado la noticia a mis oídos de que una cuadrilla de arcángeles se deshicieron de uno de los míos. Creo que está de más decir que se han metido en mis territorios y han desafiado mi autoridad sobre los míos.

Ylia II | Demonios y Brujas ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora