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• L U C A S •

Hasta ahora, ser un pirata me hacía feliz.

Mis días iniciaban con la salida del sol, desayunando un té dulce con panecillos de arroz mientras regaba mis plantas. Después de eso, saludaba a toda la tripulación con dos dedos extendidos que significaba «buenos días», una de las primeras cosas que aprendí en su idioma de señas.

Todos los días tenía que lavar el suelo de la cubierta, revisar que las velas y la nave estuvieran en buenas condiciones, rehacer miles de nudos que aun no entendía del todo, preparar las armas para posibles emergencias y revisar que los demás hicieran su trabajo por igual.

Después tenía mi almuerzo por las tardes, que eran platillos a base de pescados o crustáceos que se comían medio crudos. Sin embargo, creo que le caí bien a Lars, el cocinero, ya que siempre tenía la delicadeza de dejar cocer un poco más los alimentos para mí.

Al finalizar, el resto de la tarde tenía clase de idiomas con nadie más que Aren. El nuevo capitán de la mítica nave Leviathan.

El joven tritón había hecho un gran trabajo defendiendo su rol, e imponiendo su autoridad entre la tripulación. Todos le respetaban y nadie cuestionó la decisión de Bjorn de hacerlo heredero de todo cuanto tenía.

Aren mantuvo su usual humor, ese que salía a flote cuando nadaba en mar abierto al atardecer o cuando asistía a las fiestas nocturnas luego de la cena. A vistas de cualquiera seguía siendo el mismo de siempre. Pero la verdad era que cuando solo eramos nosotros dos a solas, dejaba salir amargas emociones que ocultaba del resto del mundo.

Cada vez que cerraba las puertas de la oficina era como si las bolsas que no había notado antes brotarán debajo de sus ojos, su semblante se hacía más gris y florecía el estrés que trataba de ocultar al resto de la tripulación.

Todos tratan al duelo de formas muy distintas, pensé. No soy quien para juzgarlo a él ni a nadie más en el barco.

— ¿Qué tal así? —pregunté llamando su atención.

Él estaba sentado detrás de un escritorio inmenso con las piernas explayadas en el asiento de terciopelo. Tras de él, brillando con la luz solar la espada con olas plateadas que alguna vez perteneció a su antiguo amigo y mentor.

Aren deslizó sus ojos dorados de la ventana hacia mí, miró los movimientos que articulé con mis dedos para decirle:

«Ser intérprete es más difícil de lo que imaginé».

Él dejó escapar una sonrisa perezosa. Por lo menos logré hacerlo sonreír, habían días en los cuales nisiquiera lograba hacerle prestarme atención y no tenía otra alternativa que practicar los verbos por mi cuenta.

—Supongo que al aceptar este trabajo lo viste como una excusa para admirarme cada día, pero me temo que parte de ser intérprete es aprender idiomas.

Negué con la cabeza, divertido por su ocurrencia. Aunque sus ánimos estuvieran hundidos en las profundidades, esa brillante personalidad suya siempre encontraba una forma de salir a flote aunque sea por un momento.

—¿De casualidad sabes cuando haré mi verdadero trabajo? —cuestione cruzando mis brazos. — No es que me queje, pero eso de lavar pisos y doblar velas es un poco agotador.

Liberó una pesada carga de aire de sus pulmones.

En ese momento parecía una obra de arte, con la luz colándose por la ventana aterrizando en la coronilla de su cabeza, rodeado por joyas que se encontraban desperdigadas en la oficina mientras él lucía desinteresado sentado en ese asiento. Una pieza que captaría con una gama de dorados; uno brillante para su cabello, otro más quemado para sus ojos y por último uno que tire más al bronce para su piel, salpicado por un leve rubor en sus mejillas.

Ylia II | Demonios y Brujas ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora