Entonces, la luz fue suficiente para molestarle y obligarle a despertar.
Tenía la mente y la cabeza pesadas por el sueño, la ropa aún puesta. Ni siquiera se había tapado. Estaba encogido en postura fetal sobre la cama, en el centro de la estancia, abrazado a un cojín de color rojo vino.
Pestañeó, confuso, notando el frío de la habitación, el incómodo vacío de su cabeza. Tenía la sensación de haber tenido un sueño muy profundo y duradero, uno que no alcanzaba a recordar al completo. Imágenes difusas, palabras desordenadas, susurros, rasguños.
Había algo que faltaba, algo que se le escapaba, pero era incapaz de pensar con claridad. Sentía las piernas y los brazos entumecidos, como si hubiera estado en aquella misma postura durante horas; el cuello le dolía y tenía la boca seca.
Se dio la vuelta a duras penas, siendo un trabajo realmente costoso. Su cuerpo se negaba a responder con total coherencia, se negaba a despertar. Parecía que se había pasado una vida y media allí.
Soltó un sonido gutural, un intento frustrado de hablar. Tenía la garganta rasposa y su voz estaba ronca. Alzó la cabeza, se apoyó en el colchón, incorporándose con lentitud y una mueca.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la luz que entraba por entre las cortinas no era la luz del Sol.
Se le disparó la tensión de los músculos, los latidos del corazón. Un débil susurro se escapó, nervioso, de sus labios. Se frotó la cara y se miró las manos al notar que una de ellas dolía. Un corte diagonal se presentaba en su zurda.
De repente, las rodillas empezaron a resquemarle. Se levantó las perneras del pantalón, asustado, viendo aquellos raspones ensangrentados, la piel que se quejaba con insistencia, demandado cuidados y atención.
No escuchaba nada. A su lado, las manecillas del reloj se habían detenido. Lo único que parecía llenar el aire era su corazón.
Hiperventiló, agarrándose del pecho y creyendo que le iba a dar una taquicardia, un ataque. Los recuerdos acudieron a él de golpe, como una bandada de insectos que impactaba contra su rostro con violencia y asco.
—No... —Susurró, tocándose el rostro, la frente. No tenía fiebre. Se pellizcó el brazo con fuerza. No era un sueño. —Joder, no...
Tenía los ojos llenos de lágrimas, se sintió inseguro en aquella habitación, demasiado grande para él solo. Aquello era una pesadilla, tenía que serlo.
Encendió la luz en un interruptor cercano, viendo cómo la estancia se iluminaba. A los pies de la cama estaba la cámara polaroid.
Y el reloj marcaba las tres y cinco de la madrugada.
Sollozó, pegándose al cabecero, abrazando sus piernas contra el pecho. Miró a su alrededor, completamente paranoico, atrapado en un bucle de miedo y terror. Un lamento se formó en su garganta, un lastimero gemido de alguien herido en batalla.
Se limpió la cara, con cuidado de no hacerse más daño. Los zapatos estaban en el suelo, esperando a ser ocupados, y tenía puestos sus calcetines con rayas blancas y negras.
Todo estaba justo como la noche anterior. Como aquella misma.
Gruñó, tratando de detener sus lágrimas.
—Eres un cobarde de mierda. —Soltó, frustrado consigo mismo. Intentando tranquilizarse de algún modo. —Te odio.
Apretó con fuerza su mano izquierda con una mueca de dolor. Tenía que hacer algo.
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