Lo primero que hizo Sukuna, tras liberar sus tobillos, fue dejar caer la parte superior de su túnica, quedando la inferior sujeta por aquel desgastado lazo violeta.
Megumi no apartó la mirada, no le importaba que le hubieran enseñado que ver de aquella manera el cuerpo de los demás estaba prohibido. Y, tan prohibido estaba, que no dudó en observar con descaro aquellas líneas que bajaban desde sus clavículas, hasta los pectorales. Los hombros portaban el negro petróleo en círculos precisos, con un punto negro en su centro.
Ríos, cobras y víboras que recorrían aquella piel, deslizándose en vertical por los abdominales, rodeando los bíceps y las muñecas. Parecían lisas, tal vez serían suaves al tacto. Quería tocarlas.
El demonio se acercó a él, rasgando parte de una de las mangas con facilidad, como si se tratara de papel.
—Dame tu mano. —Pidió el chico, juntando las suyas, ahuecándolas, para instarle a ponerla encima. Las apartó de golpe al ver ciertas intenciones. —No me toques, ya te lo he dicho.
Fushiguro gruñó, sin saber lo que Ryomen quería de él. Dejó que unos hábiles dedos desataran la venda de su zurda, sin rozarle ni un sólo momento.
—¿Por qué no? —Preguntó, curioso, paseando la mirada por el torso desnudo, hasta llegar a aquel rostro. A aquellos malditos ojos de rubí y piedras preciosas. —Quiero tocarte.
Cosa que le decían que no podía hacer, cosa que deseaba, automáticamente. Solo que, aquello, realmente sí quería hacerlo. Le daba tanta intriga saber por qué se hacía el jodido adolescente misterioso.
—Porque no quiero hacerte más daño. —Susurró, cambiando la venda por el trozo de su túnica con extremo cuidado. Una línea blanca cruzaba la palma de aquella mano. La herida no se había curado del todo bien. —Ya está.
Se miró la venda improvisada, sintiendo un agradable calor contra su piel. Una brisa le acarició la mejilla con ternura y alzó la vista. Estaban sentados, uno frente al otro, de piernas y corazón cruzados.
—Pero... —Hizo un puchero, con las velas delineando su figura contra las paredes de piedra.
—Nada de peros. —Lo cortó el otro, serio. Pronto, suavizó la expresión, comprensivo. —Tienes una piel demasiado bonita como para dañarla, no vuelvas a hacerlo, ¿vale?
Se imaginó que lo que quería decirle era que sólo se comportaba como un imbécil y que dejara de tratar de llamar su atención. Se ofuscó por ello, sumido en ese pensamiento intrusivo y desagradable.
Bonita. Su piel era bonita. Se miró las manos, confuso, sin saber cómo interpretar aquello.
Apretó la mandíbula con fuerza, recordando gotas de líquido oscuro resbalando, deslizándose. Su respiración se alteró, acosado por el olor a hierro. La voz de su padre diciéndole que estaba enfermo.
Se odiaba.
—No te hagas el interesante de mierda, tengo frío, ¿sabes? —Soltó, cruzándose de brazos. Se arrastró hasta que su espalda tocó la pared y se encogió sobre sí mismo. —Y sueño.
Aquellas últimas noches escuchando aquella voz lo habían hecho simpatizar demasiado por la forma que tenía de hablar, de expresarse; de compartir la puerta, espalda con espalda, costado con costado. Mano con mano, con la madera separándolos. No había más estúpidas astillas que pudieran clavarse en él, ni ningún exorcista loco que buscara su cabeza por haberle dejado en evidencia delante de todo el alumnado.
En aquel lugar, todo era calma. Y, en medio de aquella calma, estaba Sukuna.
—¿Eres tonto? Te he dicho que no pienso tocarte, me da igual la manera en que me lo pidas, me da igual la forma en que te arrodilles. —El demonio puso una mueca cuando el chico se deslizó por la pared para acostarse contra él. —No, pedazo de niño pedante y desagradable.
—Pareces un gatito asustado. —Rio Megumi, viendo cómo se alejaba hasta llegar a la zona donde la estancia semicircular se curvaba. —Está bien.
Se sentía cansado, enormemente cansado. Parecía tener un peso dentro de la cabeza que le impedía moverse con soltura, otro en los pulmones, que amenazaba con ahogarle. Era como si hubiera corrido una maratón sin beber un so,o sorbo de agua. Exhaló un extraño suspiro, pensativo. También tenía algo de hambre.
Estaba hecho un jodido desastre.
—Acércate, prometo no intentar nada. —Palmeó el suelo, a su lado. —¿Cuántos años tienes?
Ryomen se deslizó junto a él, vigilando que cumpliera estrictamente con lo dicho. Puso los ojos en blanco, alzando las rodillas, como hacía el otro. No quería explicarle nada de lo que, probablemente, estaba ocurriendo en su cuerpo. Sabía que, entonces, nunca volvería a subir al torreón y se quedaría solo.
De nuevo.
—Creo que diecisiete. —Comentó, encogiéndose de hombros, restándole importancia.
—¿Crees?
Fushiguro lo miró con atención, aquello le interesaba. Se esforzaba por no dejar que sus párpados cayeran y le dejaran abandonado en cualquier triste sueño. Vio aquellas hendiduras de la cara del demonio, las marcas angulosas. El color de la llama de las velas bailaba, danzaba sobre las marcas negras, las colmaba de un brillo oscuro y antinatural.
Parecía sacado del mismo Infierno. Pero, sólo era un chico, sólo era un chico al que habían amordazado y encadenado. No había en él nada que le resultara peligroso.
—Supongo que sí. —Escuchó, a su lado, mientras se acurrucaba más contra la pared. —¿Qué haces?
—No quiero volver allí. —Musitó, cerrando los ojos, algo incómodo por la postura. —Tengo sueño, me quedo.
Y era cierto, no quería volver abajo, a su habitación, por nada del mundo. No quería entrar por la puerta y tumbarse en la cómoda cama con el edredón de color rojo vino; no quería escuchar los gemidos mal disimulados de nadie. No quería nada de lo que aquel internado podía ofrecerle. Nada, excepto Sukuna.
Él le entendía. Más o menos.
—Deberías de hacer un esfuerzo por llevarte bien con la gente de aquí. —Lo aconsejó, iba a acariciar aquel pelo negro y suave, pero se detuvo en el último milímetro. —Aunque lo odies, aunque no te guste. Pero, créeme, si logras ser el mejor te ahorrarás los malos tragos.
—Ese consejo es estúpido. —Gruñó, en voz baja, respetando la Luna del cielo y su silencio impuesto a las demás estrellas. Lo miró, frustrado. Se suponía que los demonios debían de querer quemarlo todo, no agradar a los demás. —Tan estúpido que...
Una tos le interrumpió. Se cubrió la boca, con su cuerpo pegando un respingo. Estaba agotado.
—Vuelve a la cama. —Ordenó Ryomen, más serio y autoritario que antes. No se movió. —Megumi, no hagas que te saque de aquí por la fuerza.
—Oh, ¿me llevarás en brazos? —Se burló, con una pequeña risa, intentando detener su tos. Negó con la cabeza, aquel tipo estaba loco de remate. —¿O me tirarás por la ventana?
Se escuchó el chasquido de unos dedos.
De pronto, sentía el viento cortarle la cara, sus extremidades sin nada en lo que apoyarse. Veía el suelo aproximarse más y más, cada vez más y se cubrió el rostro, suplicando, gritando por su vida. Podía distinguir la piedra del torreón, la sensación del vómito subiendo a su garganta, el maero.
Hasta que impactó contra el suelo, rompiéndose los huesos. Los buitres volaban sobre su cuerpo asesinado, sobre el charco de sangre hedionda que salía de su cabeza destrozada.
Aún volaban, cuando se incorporó sobre el colchón de su cama, hiperventilando. Como si hubiera tenido un sueño en el que caía.

ESTÁS LEYENDO
Scarlet || SukuFushi
FanfictionY decían que la mayoría de noches podía escucharse el sonido de las cadenas arrastrándose por el suelo. Creía oírlas cuando intentaba dormir, acosando sus sueños. ©Los personajes no me pertenecen, créditos a Gege Akutami •Universo alternativo »Come...