Epílogo

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Poder.

En ocasiones se sentía poderoso. Cuando algún alma desgarrada suplicaba por la estadía al otro lado de las puertas de su Infierno, cuando otros clamaban por un lugar no merecido en el Cielo. Tener todas aquellas vidas en la palma de su mano lo hacía sentir como lo que había sido durante aquellos meses de atrás.

Como un verdadero demonio. Y lo era, ciertamente lo era, sentado en su trono rodeado de huesos que las ratas mordisqueaban, con el olor a, tal vez, cereza que desprendía la caverna. Cereza o azufre, dependiendo del día.

—Por favor... —Sollozó el hombre, arrodillándose frente a él, metros más abajo de la colina de cráneos de animales. —No debería de estar aquí, ha sido un error...

Sukuna alzó una ceja, dudando de ello. Los que acababan allí siempre, siempre, lo merecían. Y aquel tipo no parecía una buena persona, desde luego que no. Aún así, consideró la opción, sus palabras. Quizá era porque, en el fondo, parte de él continuaba siendo humano, quizá la empatía se había quedado atrapada en su mente.

De repente, se escucharon unos pasos.

Ladeó la cabeza, observando al chico envuelto en su túnica. Los pies cubiertos por unas sandalias, el blanco de la tela delineando su cuerpo. Podía ver parte de su pecho por la abertura de la prenda, el pelo negro y los fríos ojos azules. En aquel océano morían inocentes.

El hombre que suplicaba se calló y miró al suelo, sin atreverse a chocar con el mar revuelto del que se acercaba. Las comisuras de sus labios se elevaron con sutileza y el silencio reinó, mientras la figura se hacía más imponente y menos difusa. Iba acompañado por un lobo de un tamaño considerable, de pelo negro y largo, mirada ambarina.

—Qué molesto. —Megumi chasqueó los dedos en el aire y el hombre fue reducido a ácido y cenizas. Ni siquiera tuvo oportunidad de soltar un quejido final. Suspiró, hastiado, como si no acabara de levantarse de la cama y no se le notara en su adormilada expresión. —Te echo de menos, vuelve.

Rio en voz baja, abriendo sus piernas en su trono y dejando que el chico se tomara su tiempo para subir hacia donde estaba y sentarse sobre uno de sus muslos. Megumi se acomodó en su regazo, posando una mano en su pecho, y volvió a suspirar.

—Eres cruel. —Susurró, acariciando una de sus mejillas. Su piel se veía algo pálida con la iluminación del lugar, pero no perdía el poder que transmitía.

El animal se sentó frente a ellos e inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto. Una rápida seña le indicó que podía irse y desapareció en la sangrienta oscuridad.

—Lo sé. —El chico rodeó su cuello con los brazos, apegándose, y rozó sus labios tentativamente. —No imaginas lo divertido que es.

Suspiró, con unos dedos delineando las angulosas marcas de su rostro, las víboras de petróleo que recorrían su mandíbula, dividían su nariz y permanecían en su frente y barbilla. Toqueteó las hendiduras de ambos lados de sus ojos de escarlata, como si estuviera muy aburrido.

Daba igual cuánto tiempo pasara, aunque allí aquella noción era inmaterial; daba igual cuántos años, siglos o milenios fueran asesinados por las manecillas del reloj. Su corazón era suyo.

Recordaba con extrema vivacidad, cómo se había visto obligado a hacerlo, a devorarle. Lo había hecho hundido en lágrimas, calado en desesperación, preguntándole a su cuerpo muerto si le dolía, obviamente sin obtener respuesta. Fushiguro siempre había tenido la energía suficiente como para elevarle a otro nivel, pero el corazón de aquel molesto exorcista... Sabía que Satoru era especial.

Jamás se había imaginado lo que guardaba en aquella víscera sangrienta. Todo un mundo de posibilidades que no había dudado en aprovechar. Aceptar su puesto en el mismísimo Infierno, cumplir la petición del chico. Lo había hecho su príncipe, era suyo para siempre.

Scarlet || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora