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Miedo y odio. Eso es lo único que queda de una persona al morir.

Aquello lo había escuchado cientos de veces. En clase, en misa, en los pasillos; de la boca de sus profesores y los curas, de la de las monjas que, con una sonrisa, limpiaban sus habitaciones.

Aunque odiar era pecado. Precisamente por ello, lo que quedaba no era más que sangre y mierda, malas vibras, espíritus sin descanso atrapados en el velo entre ambos mundos.

Pero a Megumi le daba igual, él odiaba. Todos y cada uno de ellos eran hipócritas que los machacaban sin descanso para ahogar sus motivaciones y esperanzas. Aquel lugar era horrible. Día y noche, desde que había puesto un pie en el internado, había deseado poder tirarse ventana abajo y escapar. Huir a otro lado.

—¿Escuchaste lo de anoche? —Preguntó en voz baja. Si había algo que respetaba, eso era el silencio de la biblioteca.

No estaba demasiado llena porque aquel día era domingo. Todos habían acudido ya a la misa de las doce y, después de comer, había ido a juntarse con su compañero de puerta.

Porque, si algo bueno tenía aquel lugar era su grandeza. Pasadizos, recovecos, túneles que conectaban unas zonas con otras; las habitaciones selladas por motivos desconocidos, los cuatro torreones. Ese era el motivo por el que habían quedado en verse.

—¿Qué? —Toge acercó su silla disimuladamente a la suya, poniendo una mueca bajo el enorme cuello del uniforme. —Ah, ¿no me digas que te creíste esa absurda historia?

Fushiguro frunció el ceño, observando aquellos iris peculiares, el pelo blanquecino y la fina nariz. También odiaba que le tomaran por idiota.

—Imaginaciones mías. —Acabó por susurrar, devolviendo la vista al libro que estaba entre ambos.

Estaba completamente seguro de haberlo oído. Los eslabones de metal reptando por el suelo del piso superior, como una serpiente de cascabel lista para saltarle al cuello. El corazón se le aceleró de tan sólo recuperar aquellos recuerdos.

Intentó no pensar en ello, no quería mostrarse como el cobarde que era delante de los demás.

—Entonces... —Su amigo sonrió, sacando del interior del uniforme azul marino un gran plano. Vigiló que nadie estuviera mirando antes de ponerlo sobre la mesa. —¿Lo hacemos esta noche?

Asintió, con aquel relámpago de curiosidad que atenuaba el resto de cosas. Toge había robado los planos del edificio y, desde entonces, habían explorado gran parte del lugar. Sólo faltaba uno de los cuatro torreones.

De repente, unos pasos a sus espaldas los alertaron. Alejó su silla al instante, devolviendo la mirada al libro de historia del catolicismo que tenía delante, fingiendo lo muy interesado que estaba en aquel tema.

Señorito Inumaki. —Una voz femenina provocó que el susodicho se girara para encarar a la mujer en cuestión.

Su compañero contestó, interrogante, y en voz baja. Aquella señora sí era autoritaria, muchos habían sufrido en sus propias carnes lo que era cometer un error. Pecar. La monja tomó al chico del cuello del uniforme, metiendo la mano directamente en el interior. Fushiguro tragó saliva.

—Casualmente anoche robaron comida de la cocina y se encontró un crucifijo en el suelo. —Ella lo soltó de golpe, bajando el tono de voz a uno más amenazador. —Así que puedes explicarme en la sala de castigos dónde está el tuyo. Y, por supuesto, dónde está la comida.

—Pero...

La señora tiró de su ropa, obligándole a levantarse por la fuerza, llevándoselo de allí a rastras. Se dieron una última mirada, una suplicante y cargada de chispas de odio.

Scarlet || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora