Y, desde entonces, Megumi siempre había tenido el mismo sueño, una y otra vez.
Regresaba al mismo sitio, entre las sábanas, a aquella nada infinita que parecía ser su mente y se perdía. Gritaba, lloraba y suplicaba, ahogado en su propia respiración, en la inestabilidad de sus latidos. Y sólo era entonces cuando podía volver a sentir eso, aquella presencia que lo cuidaba y velaba por él.
O así le parecía. Pero, luego escuchaba el sonido de las cadenas y le invadía una pena inmensa. O tal vez era curiosidad, quizá su propia estupidez demandando más experiencias que contar y recopilar en álbumes sobre los mayores errores de su vida, quién sabía.
Lo único de lo que era consciente en aquel momento era de las plantas de sus zapatos de deporte chocando contra el suelo en grandes zancadas. Corría junto con el resto, en la clase de gimnasia. El patio era enorme y parte de él se usaba para aquella asignatura.
El edifico era rectangular, con el patio en el centro y un torreón en cada esquina. Alzó la mirada hacia aquel, el que era de piedra y parecía a punto de desmoronarse, poniéndose una mano en la frente a modo de visera para evitar que lo cegara el Sol.
Creyó ver, en una de aquellas ventanas, una figura observándolo. Aquello fue antes de caerse de bruces al suelo, soltando diez mil insultos y haciendo de sus piernas un estúpido enredo.
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—Joder, qué puto asco. —Soltó, moviendo el tenedor y levantando un tentáculo de calamar empapado en tinta negra.
El arroz le gustaba, pero no con aquella clase de mierdas. Al final, el cuento de la dieta saludable había servido para colarles cualquier comida de dudosa procedencia en el plato.
Un par de ojos lo miraron, en aquella mesa larga, con las paredes queriendo asfixiarlos. O no, no le estaban mirando a él, estaban mirando detrás de él.
—Podrías respetar un poco, ¿no?
La voz chirrió en sus oídos y una mano lo agarró del uniforme, tirando de él hacia arriba con poca delicadeza. Se giró, violento, arrastrando la silla en su camino y encaró a aquel hombre de pelo blanco y ojos de cielo.
—Y Suguru y tú podríais dejar de hacer tanto ruido por las noches, ¿no? —Las palabras iban cargadas de veneno, con un tono desafiante.
Frunció el ceño, soltando un quejido cuando el exorcista —que ni siquiera tenía trabajo que hacer allí, sólo vivía con calma mientras el resto sufría— lo arrastró con fuerza, alejándole de la mesa del comedor. Gruñó, revolviéndose, trastabillando e intentando empujar a aquel molesto y barato poste de luz.
—¡No me toques! —Gritó, clavando las uñas en aquella mano que tiraba de él por un pasillo. Sabía a dónde lo llevaba, no quería ir. —¡Suéltame, pedazo de mierda!
—Vas a ir de cabeza al Infierno, chico. —Lo advirtió el albino, agarrándolo con la otra mano.
Fushiguro se resistió, con aquellos sonidos guturales escapando de su garganta con odio. Un brazo vestido de uniforme se puso al alcance y no lo dudó.