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—Entonces, ¿eres un demonio? —Preguntó, curioso. Sentía frío en las palmas de las manos y se encogió más contra la madera, esperando entrar en calor para no pillar un resfriado. —Si es así, he decidido que me caes bien.

Megumi no creía en demonios. Aún así, aquella presencia helada e imponente lograba hacerle sentirse pequeño e intimidado. Empezaba a olvidarse de que el imbécil de pelo blanco lo estaría buscando, pero sabía que nadie nunca pasaba por allí. Sólo él, buscando quién sabía qué.

Sin embargo, si lo era, si realmente lo era, no le disgustaría. Podría pedirle que prendiera fuego a todo aquello, que le llevara un racimo de uvas a la habitación o que degollara a su molesto tutor.

Sería tan perfecto.

Un chasquido de lengua se escuchó al otro lado de la puerta, a su misma altura.

—Pero, ¿tú eres tonto? —La voz parecía indignada, frustrada por aquello. Un ligero gruñido llegó a sus oídos, haciendo vibrar el aire.

El chico frunció el ceño y miró la madera directamente, le dio un pequeño golpe a la superficie, más animado que con anterioridad. Mucho más animado y feliz, aunque lo que sentía en su pecho, removiéndose, eran nervios.

—No me insultes. —Bajó el tono de voz, intentando parecer más mayor o autoritario. Necesitaba que le cumpliera un deseo. O, tal vez, se estaba confundiendo con los genios que habitaban en aquellas lámparas doradas. Le daba absolutamente igual.

Nadie contestó.

Arrugó la nariz, inquieto. Se separó un poco para apoyar una mano en la puerta, acariciando la madera astillada con cuidado, con delicadeza. A lo mejor lo había asustado. Se sentía orgulloso, sí, había perdido todo el miedo que podía haber sentido. Tenía la cabeza llena de mil posibilidades, los pensamientos sumidos en oro y ambición, en llamas, consumiendo cada parte y rincón de aquel estúpido lugar.

De repente, la puerta tembló con un fuerte golpe.

Se arrastró hacia atrás, con una expresión de terror en el rostro. El corazón le latía con velocidad y volvía a su cuerpo la presión en el pecho. Se sujetó la tela del uniforme al nivel del torso, asustado, completamente mudo. Notaba las palpitaciones resonando contra su piel, llenando cada vaso sanguíneo de adrenalina y pánico. Ignoró el dolor de su mano izquierda, apoyada en el suelo de piedra con la venda cubriéndola.

El sonido de las cadenas se hizo escuchar, como si algo o alguien jugara con ellas, o tratara de quitárselas, arrancárselas sin importar deshacerse los huesos en el camino. Tragó saliva, sin moverse un sólo centímetro, no se atrevía.

—Oh, ¿te asustaste? —Una ligera risa colmó el espeso aire. Los eslabones de hierro se agitaron una vez más. —No juegues conmigo, chico.

Fushiguro asintió con rapidez, levantándose sin hacer ruido. Miró al suelo, asustado, intimidado. En ocasiones, su impulsividad podía hacerle pasar malos ratos. Era un idiota. Murmuró una disculpa, notando el calor tiñendo sus mejillas de un rojo suave. Sus hombros temblaban.

—¿Puedes verme? —Se acercó a la puerta, rozando el enorme candado con los dedos. Apoyó una mano en ella, con la boca semi abierta. Intentaba calmar su respiración.

—No. —La voz parecía más relajada, casi arrepentida por el tono que había usado. —Pero, puedo sentirte.

Alzó una ceja, confuso por todo. Fue entonces cuando lo escuchó levantarse, los eslabones tintineando como oscuras campanas navideñas. El lugar en el que estaba su mano fue inundado por un ardor abrasador que provocó que la retirara. Había sido como tocar la llama de un rabioso fuego.

Scarlet || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora