EPÍLOGO

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Admiré con curiosidad uno de los botes pesqueros que se acercaba al muelle, notando las sonrisas de algunos hombres al comentar cuantos pescados habían atrapado esa mañana y observando a lo lejos como vaciaban sus redes en cubos metálicos y después llevaban toda esa proteína hacia una carreta.

La vida en este lugar era impresionante en muchas maneras. Cualquier rastro de tecnología, redes sociales o aplicaciones avanzadas, eran desconocidas aquí. En parte por ello había decidido venir hasta acá.

Volví a retomar mi trabajo después de intercambiar algunos saludos de buenos días con un par de mujeres a quienes solía ver con frecuencia. El pueblo de Reine era un lugar pequeño, por lo que la relación entre los pobladores del lugar era cálida, amistosa y nos conocíamos entre sí, o por lo menos, a la mayoría.

Tomé con fuerza el tallo verde y humedecido de aquella zanahoria que desenterraba. Jalé un poco hacia mí, logrando sacarla finalmente de la mojada tierra, para después limpiarla con la tela del precioso delantal que llevaba puesto. Coloqué la zanahoria ya limpia en la canasta con el resto de las que ya había extraído, y me levanté, limpiando la tierra de mis rodillas.

Miré el resto de vegetales y hortalizas sembradas y algunos incluso a punto de salir a lo largo de aquel jardín de tamaño mediano y suspiré, pensando en que pronto tendría que darme otra vuelta por aquí, para analizar y levantar la nueva cosecha.

Algunos de los arbustos estaban completamente llenos de brezo púrpura, una especie de flores de color violeta, hermosas, pequeñas y delicadas que solían decorar y llenar de vida a todo el pueblo, especialmente, a las orillas de los ríos y jardines.

Caminé de vuelta al interior de la casa donde ahora vivía. Era una casa de tamaño mediano, de madera y con aparencia similar a una cabaña. Los techos y parte de la fachada y decoración exterior de la casa eran de color rojizo, similar al color de los ladrillos. 

Entré a la cocina, observando a lo lejos más allá del jardín trasero y la colina repleta de vegetación y césped brillante que rodeaba a la casa. Sonreí de repente al mirar a una señora caminando con algunas canastas de frutas, vendiendo estas.

Corrí hacia ella, dejando las zanahorias sobre la pequeña barra de la cocina y dejando la casa atrás. Finalmente llegué hasta donde aquella mujer canosa se encontraba y la miré, sonriendo.

—Mildred, ¿qué tienes para mí hoy? —sonreí, hablándole.

—Alex, estás llena de tierra —rio, mirando mi apariencia y mi delantal de tela y mi vestido lleno de tierra, ambos teñidos en un tono entre café y negro—. Las manzanas tienen bastante sabor, mira tan solo el color cariño.

Me dijo, tomando una de las manzanas rojizas al interior del cesto que colgaba sobre uno de sus brazos.  Me extendió la mano y me entregó aquel bonito fruto.

—Dame cinco de esas, y algunas verdes. Tres está bien.

La mujer sonrió al escucharme, y con rapidez me dio lo que pedía.

Desvié mi vista hacia el puerto, donde tan solo minutos atrás había visto a aquellos pescadores regocijándose por encontrar tanto animal en el oceáno. La vida pronto comenzaba a mejorar para todos. Ya era hora.

Miré el precioso tono azul del mar; aquel color que se formaba gracias a lo divino que siempre lucía el cielo. Ambos, cielo y océano, brillantes, libres de basura y completamente hermosos.

La espuma blanca del mar chocaba contra algunas de las rocas cercanas al muelle, así como con el acantilado que rodeaba al valle que protegía y formaba al mismo tiempo el pueblo. La luz y los rayos del sol se reflejaban en el agua, y el clima era perfecto, aunque esta última conclusión me había tomado bastante tiempo aceptarla.

INFECCIÓN // Ross Lynch (ACTUALIZADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora