Capitulo 21

55 11 1
                                    

Llevábamos más de dos horas conduciendo y yo iba buscando señales de algún pueblo, de cualquier cosa.
Sin embargo, todavía no nos habíamos cruzado siquiera con una carretera. Viajar durante tanto tiempo y seguir en mitad de la nada me parecía imposible, aunque lo cierto era que el paisaje había cambiado durante el viaje. Al principio era llano, pedregoso y salpicado de arbustos, pero después se convirtió en más arenoso y rojizo. En lugar de arbustos de spinifex que llegaban hasta la rodilla, había árboles más larguiruchos y ennegrecidos. De vez en cuando se veía la pincelada verde de un eucalipto

y unas rocas recortadas irrumpían en el paisaje como si fueran lanzas. Había otros montículos que señalaban el cielo como dedos rojos y retorcidos.

-Nidos de termitas -dijiste.
Era totalmente diferente de Inglaterra. El verano anterior mi padre nos había llevado en coche hacia el oeste; después de dos horas de viaje llegamos a Gales, que es otro país. Pero en aquel desierto, dos horas era como adentrarse más en un incendio: cuanto más avanzábamos, más calor hacía, más rojizo se volvía el paisaje y más temía no volver a salir de allí jamás.

Poco a poco, te detuviste cerca de un puñado de árboles.

-¿Los ves? -preguntaste.

-¿Si veo qué?

-¡Míralos! ¡Ahí! -Señalaste los árboles-. Fíjate en cuando mueven las orejas, así los verás.
De pronto algo se movió. Una oreja. Seguí la silueta y encontré la cabeza y el morro alargado. Vi un par de ojos grandes y marrones que se cerraban en medio de aquel calor.

-Canguros -dije.

Tú asentiste y sonreíste ligeramente.

-Sabrosísimos.

-¿Qué?
Estiraste el índice y el corazón como si fueran el cañón de una pistola, apoyaste el brazo en el volante e imitaste un disparo.

-¿Vas a pegarles un tiro?

-Uno de esos voladores haría un buen estofado, ¿no crees?

Tragué saliva. No sabía que tuvieras un arma en el coche y eso me asustó. Te acercaste a mí pensando que estaba molesto por lo que habías dicho sobre los canguros.

-No te preocupes -dijiste-. No los voy a matar, ¿vale? Tenemos suficiente comida.

Volví a mirar al trío: eran tres hembras; la que estaba más cerca se lamía el pelaje de los antebrazos.

-Es para no pasar calor -me explicaste-. Tiene los vasos sanguíneos cerca de la superficie de la piel y se los chupa para bajar la temperatura corporal. Es un buen sistema, ¿no?

Te chupaste el dorso de la mano como si quisieras comprobarlo y arrugaste la cara por el sabor. Me lanzaste una sonrisa torcida y justo entonces una de las hembras se estiró para mordisquear una
hoja que colgaba del árbol.

-¿No pasan sed? -pregunté sintiendo la sequedad de mi propia garganta.

Dijiste que no con la cabeza.

-No necesitan agua. Vamos, no mucha; consiguen la humedad que necesitan de los árboles.
Sonreías mientras las mirabas, con una expresión en la cara que ya había visto en otras ocasiones. Era como si quisieras algo, como si también necesitases algo de los canguros.

-Adiós, preciosas -dijiste mientras ponías el coche en marcha.

Viajamos sin cruzar una palabra, aunque de vez en cuando yo te observaba. Oteabas el paisaje continuamente, sin contentarte nunca con mirar la arena que tenías justo delante.

-¿Cómo sabes hacia dónde nos dirigimos? -pregunté.
-Sigo el rastro que dejan las corrientes de aire en la arena, busco indicadores.

-¿Sabes cómo volver?

CARTAS A MI SECUESTRADOR (GTOP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora