Capitulo 19

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Al día siguiente me estabas esperando. -Vamos -dijiste.

Te seguí. Empezaba a odiar el silencio de aquella casa, a detestar la depresión pasiva en la que me estaba hundiendo. Pero no te dirigiste hacia Las Separadas, sino que fuiste hacia una de las casetas. Me quedé un poco rezagado.

-No quiero entrar -dije cuando te paraste junto a la puerta por la que prácticamente me habías empujado la vez anterior.

-Venga -dijiste-, necesito enseñarte una cosa.

Abriste la puerta y entraste, mientras yo me subía al peldaño y miraba desde la entrada. Fuiste hasta el otro extremo de la sala y abriste las cortinas; la luz del sol inundó la estancia e iluminó aquella colección de colores: la tierra y las flores y las hojas y la pintura. Al principio parecía un caos, como si todo estuviera esparcido sin más, y escudriñé la caseta con la mirada en busca de cualquier cosa con la que me pudieses herir.

Lo único que vi fue un montón de rocas en una esquina, así que al verte caminar hacia ellas, me puse tenso y me preparé para salir corriendo.

Sin embargo, no cogiste ninguna. Lo que hiciste fue abrir una botella de agua y salpicar unas gotas sobre las piedras. A continuación raspaste algunas partes de la superficie mojada y mezclaste los fragmentos desprendidos en un platillo pequeño, y añadiste más agua hasta formar una pasta de color marrón oscuro.
-¿Qué haces? -pregunté.

-Pintura.

No muy lejos de donde yo estaba había una cesta de esparto donde había hojas, bayas y flores. Te acercaste, seleccionaste con mucho cuidado unas bayas pequeñas de color rojo y las machacaste hasta formar una pasta. Trabajabas con rapidez y de forma metódica, tomando elementos de tu entorno de diferentes colores y convirtiéndolos en pintura. Empezaba a sentir que el sol me quemaba la nuca, así que entré en la caseta de pintar y me apoyé en la pared, junto a la puerta.

Te sentaste en el suelo y estiraste las piernas desnudas. De detrás de las piedras sacaste un pincel, lo mojaste en una pasta de color oxidado y te pusiste a pintarte el pie. Te dibujaste líneas largas y finas que parecían la textura de la corteza de un árbol.

Al concentrarte fruncías el ceño y así, con la cabeza gacha y concentrado en la tarea no me dabas miedo, aunque tampoco dejé de vigilarte con mucha atención.
En ese momento casi me creía eso de que no me ibas a hacer nada.

-¿Cuánto tiempo vas a tenerme aquí?

No apartaste la mirada de lo que estabas pintando.

-Ya te lo he dicho -dijiste-. Estás aquí para siempre.

No te creí. ¿Cómo iba a creerte? Si me permitía creer algo así más me valía haberme caído muerto en aquel mismo instante. Suspiré. Se acercaba el mediodía, el momento en que hacía un calor imposible; el momento en que caminar unos cuantos metros se convertía en una prueba olímpica. Seguí observándote.

Pronto la pintura del pie se había extendido por los tobillos y hasta las rodillas. Te pintaste hojas en las espinillas y hierba roja y puntiaguda por las pantorrillas. Al ver que seguía mirándote, sonreíste.

-No te acuerdas de cuando nos conocimos, ¿verdad? De la primera vez que nos vimos -dijiste.

-¿Por qué iba a acordarme? -dije-. No ha ocurrido jamás.

Acabaste de pintarte los pinchos y rellenaste el espacio intermedio con carbón.

-Fue en Pascua -empezaste a decir-. Primavera, los rayos de sol colgaban de las ramas de los árboles. No hacía frío y ya había prímulas entre los setos. Habías ido al parque con tus padres.

CARTAS A MI SECUESTRADOR (GTOP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora