Capitulo 10

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Te observé con mucha atención mientras aprendía cuál era tu rutina. Si pretendía escapar, necesitaba saber más sobre aquel lugar, necesitaba saber más sobre ti. Me fijé en dónde ponías las cosas y busqué patrones en lo que hacías. Estaba asustado, algunos días estaba tan aterrorizado que parecía estúpido, pero me obligué a pensar.

Utilicé el cuchillo que te había robado para hacer marcas en el costado de la cama. No recordaba cuántos días habían pasado ya, pero supuse que serían unos diez, más o menos: hice diez muescas en la madera. Cualquiera que mirase la cama podría pensar que era un recordatorio de las veces que habíamos practicado sexo en ella.

Tu rutina era muy sencilla: te despertabas pronto, en el momento más fresco del día, cuando la luz era tenue y de un gris purpúreo. Te oía mientras te lavabas en el baño. Después salías afuera. A veces te oía dar golpes y martillazos cerca del almacén anexo y el ruido hacía eco. Otras veces no escuchaba nada. Me esforzaba por oír el rumor de un motor; de un coche o un avión que viniesen rugiendo hasta mí. De pronto me sorprendía echando de menos las autopistas. Pero nunca oí nada. Había tanto silencio que era asombroso. Estaba tan poco acostumbrado que pasé un par de días creyendo que tenía algún daño en el oído interno; era como si todos los sonidos que yo conocía hubiesen sido retirados, arrancados. En comparación con el bombardeo de ruidos de Londres, el desierto me hacía sentir sordo.

Después de unas horas, volvías a entrar. Hacías té y preparabas el desayuno, y siempre me ofrecías. Era una especie de gachas de avena hechas con agua en lugar de leche y algún tipo de carne frita encima. Entonces volvías a salir y estabas fuera el resto del día. Yo te miraba recorrer los treinta metros que separaban la casa de la caseta más cercana. Al entrar, cerrabas la puerta; no tenía ni idea de qué hacías allí tantas horas, todos los días. Que yo supiese, allí dentro podrías tener a otras chicas o chicos secuestrados. O algo incluso peor.

Encontré el rincón más oscuro y fresco de la casa, en una esquina del salón, junto a la chimenea, y allí me sentaba a idear maneras de escapar. No me permitía desfallecer porque sabía que si lo hacía, eso sería el final; sería como darme por muerto.

Cuando volvías intentabas hablar conmigo, pero no te servía de mucho. Tampoco me lo puedes reprochar: sólo hacía falta que me mirases y yo me ponía rígido, se me aceleraba la respiración. Si me hablabas, quería ponerme a chillar.
Aun así, me impuse pequeños retos; una vez me obligué a observarte. La vez siguiente, te hice una pregunta.
La decimotercera noche, tuve que comer contigo.

Cuando salí del salón para entrar en la cocina, anochecía y encima de los fogones había una lámpara que daba una luz tenue, una de las pocas que había en la casa. Las polillas y otros insectos chocaban contra el cristal. La usabas para iluminarte mientras cocinabas, encorvado sobre el fogón, echando cosas a la olla y revolviendo aprisa. El resto de la estancia estaba iluminada con un par de linternas y una o dos velas que proyectaban sombras sobre las paredes. Al verme, sonreíste, pero la falta de luz tornó la sonrisa en una mueca.

Me senté a la mesa y me pusiste un tenedor al lado. Lo cogí, pero me temblaba tanto la mano que lo volví a posar y miré la negrura que había al otro lado de la ventana.

Cogiste un par de boles y serviste la comida; lo hiciste con cuidado, sacando primero las mejores porciones. Me pusiste el bol delante. Estaba demasiado lleno y olía mucho a pimienta blanca. Tosí.

Era carne; puede que pollo, puede que no. Mucha grasa y cartílagos, además de trozos de hueso. Una pata sobresalía erecta del centro.

Fuera lo que fuese, estaba claro que habías utilizado todo el animal en lugar de sólo algún pedazo. Removí con el tenedor, buscando las verduras y encontré unas cosas que parecían guisantes, arrugados y duros. Aún me temblaba la mano. Tanto que el tenedor tintineaba contra el borde del bol. Encontré algo que parecía un pedazo de zanahoria y lo mastiqué.

Para entonces ya había abandonado la idea de no comer: si hubieses querido envenenarme, ya lo habrías hecho. Pero tampoco se puede decir que disfrutase de la comida y, naturalmente, te diste cuenta. Siempre estabas atento a cualquier cosa relacionada con mi salud.

-No comes nada bien -dijiste.

Me fijé en el tenedor y su tembleque. Tenía demasiada tensión en la garganta como para tragar con normalidad y además aquello sabía como si me hubieses vaciado un cubo de basura en la boca. Sin embargo, no te lo dije. Por supuesto que no. Me quedé callado y te miré mientras devorabas la comida. Comías como un perro de la calle, engulléndolo todo como si no fueras a comer nunca jamás.

Cogías los huesos y los roías, sacabas tiras de carne con los dientes. Me imaginé que esos dientes me mordían a mí y me desgarraban la carne. Aparté los huesos que tenía en el plato.

La luna ya subía en el horizonte; un pequeño rayo de luz caía en el suelo, alrededor de mis pies. Fuera, en torno a la base de la casa, los grillos empezaban a entonar su repetitivo coro. Imaginé que estaba fuera, con ellos en la oscuridad, lejos de ti. Me tragué los restos de aquella especie de zanahoria y me armé de valor.

-¿Qué haces durante el día?
Enarcaste las cejas con sorpresa, casi te atragantas con la carne. En ese momento deseé que te atragantaras.

-Cuando sales fuera -continué diciendo-, cuando entras en la otra caseta, ¿qué haces allí dentro?

Dejaste el hueso en el plato, la grasa que tenías en las mejillas brillaba a la luz de las velas. Me miraste fijamente, con los ojos bien abiertos, como si nunca antes te hubiesen preguntado algo así. Supongo que no te había pasado.

-Bueno... -empezaste a decir-. Supongo que hago cosas.

-¿Las puedo ver?

Lo dije rápidamente, sin darme tiempo a cambiar de opinión. Volví a mirar por la ventana. Si podía salir fuera, ir a algún otro sitio... cualquier cosa tenía que ser mejor que estar en esa casa todos los días.

Te quedaste mirándome un buen rato. Con las yemas de los dedos frotabas los restos de carne que aún estaban pegados al hueso, empujándolos hacia un lado y otro. Tenías los dedos grasientos también.
-Si vienes conmigo, no quiero que vuelvas a intentar escaparte -dijiste.

-No lo haré -mentí.

Entornaste los ojos.

-Es sólo que... no quiero que te hagas daño.

-Lo sé. No tienes de qué preocuparte -volví a mentir.

Echaste un vistazo a la negrura tras el cristal, a las estrellas que empezaban a aparecer.

-Me gustaría poder confiar en ti -dijiste, y me lanzaste una mirada-. ¿Puedo confiar en ti?

Tragué saliva tratando de pensar en qué decir para convencerte y eso me hizo enfadar: no quería rebajarme a tu nivel para nada y mucho menos pedirte cosas.

-Sé que no puedo ir a ninguna parte -dije finalmente-. Sé que es inútil intentar escapar. Ni si quiera lo voy a intentar, te lo prometo. -No estaba convencido de que me creyeses, así que añadí-: Además, me gustaría ver qué haces todo el día.

Incluso sonreí mientras lo decía. Dios sabe cómo lo conseguí, debí de encontrar alguna especie de fuerza sobrehumana. No obstante, sé que mis ojos no sonreían: te estaba atravesando con ellos, odiándote.
Tenías la mirada asilvestrada de un niño. Con los dedos seguías arrancando pedacitos de carne, y entonces, con un gesto brusco de la cabeza que pareció como de pájaro, asentiste. Creo que realmente querías creerme, pensar que empezaba a aceptar la situación. Te volviste una vez más hacia la ventana. Me tragué el orgullo e hice un esfuerzo más.

-Haz todo lo que hagas normalmente -dije-. Solamente quiero mirar.

CARTAS A MI SECUESTRADOR (GTOP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora