Fin de la temporada 2. Capítulo 54: La verdadera fuerza de la familia imperial.

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—He acabado—el joven mago dijo, dando dos pasos lejos de Claude.

Hubo un ligero silencio de expectación durante el breve momento que Claude se mantuvo con los ojos cerrados, relajado, casi sin vida. Luego, con lentitud, sus facciones comenzaron a tomar forma de nuevo a su expresión habitual.

Para Claude, fue como volver de un profundo pero breve sueño, algo en su interior punzaba, y se sentía flácido en algún lugar que no podía alcanzar a describir. Cuando abrió los ojos, leves suspiros de emoción fueron emitidos y, por lo borroso de su vista, creyó ver a una mujer rubia en un entallado vestido extranjero y a una joven de cabello platino ondulado cernirse sobre él.

—¡Papá! ¿Estás bien?

Al parpadear, su vista se aclaró y se dio cuenta de que eran solamente su hija mayor y menor. Había sido sólo una ilusión... o un recuerdo.

Mientras sus hijas se abalanzaban hacia él para abrazarlo y reír en su regazo, lentos y progresivos recuerdos llegaron a su memoria.

Primero, aquel día en el que nieve cayó sobre el Palacio Amatista y su madre los llevó en trineo hasta el Palacio Granate, tenía sólo tres años. Luego, ese recuerdo de la primera vez que le presentaron a Penelope Judith, una jovencita un tanto mayor que él que le miró con sus grandes y bonitos ojos llenos de insatisfacción.

"Ah, Su Alteza. Es un placer" Ella había dicho, sin verdadera emoción.

También estaba día en el que Claude tiró la pelota favorita de ambos a la rama de un árbol y Anastasio se torció un tobillo buscándola por él. Su hermano tuvo que andar con una ridícula escayola por todo un mes y Claude se había preocupado tanto que había llorado en el regazo de su madre por una hora entera.

Había tantas cosas que había olvidado.

Como a su padre enseñándoles a esgrimir una espada a él y a Anastasio, orgulloso de sus talentosos hijos. Su madre cantando en su salón de música para hacerlos dormir la siesta. Anastasio blandiendo una espada de madera mientras corría tras uno de los perros de caza de su padre y... a ella.

La recordaba a ella, a esa risa tan particular que tenía, su manera de andar ligero, la forma en la que iluminaba una habitación sólo con hablar.

También recordaba el día en que murió.

Por supuesto que recordaba ese día, recordaba los mechones de cabello de un rubio tan claro como el color de la nieve contra el sol de la tarde. Recordaba esos zapatos de seda que llevaba tan a menudo rozar la punta de la terraza y, en especial, recordaba el aspecto de sus ojos empapados en lágrimas cuando decidió dar el último paso.

Más que recordar a Diana y su muerte prematura, la locura de su madre o la pérdida progresiva de su familia, esa era la memoria que más dolor le trajo.

Esos ojos.

Los mismos ojos que le miraban al rostro justo en ese momento.

La diferencia es que aquellos sin mostraban una razón por la cual existir. Tan brillantes, llenos de vida e inocentes.

—Oh, papá. ¿Realmente ha funcionado? ¿Ha funcionado? ¿Recuerdas?—Tatiana siguió insistiendo, su rostro iluminado por la alegría. Había estado llorando, se le notaba por las comisuras de los parpados, en donde un leve rosa delataba irritación, pero en ese momento ya estaba feliz, burbujeante y... viva.

Quería que permaneciera así.

—Sí—Claude murmulló, a penas, si poder apartar la mirada de los ojos de su hija—, lo recuerdo.

De hecho, recordaba más de lo que esperaba.

—¡Papi! ¡Papi! ¡Estas curado a fin!—Athanasia chilló, riéndose mientras lo abrazaba. Por un momento, Claude creyó ver un rosa suave en vez de sus ojos enjoyados.

¿Quién me convirtió en la hermana mayor de las princesas?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora