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Su madre le había dicho una vez que la única persona que siempre estaría a su lado sería su hermano. Mark, desde muy niño, supuso que eso era una completa estupidez. La relación con Minho empeoraba con los años, incluso había llegado un punto en donde no podían estar sentados en la misma mesa porque comenzaban a discutir sin detenerse a pensar en nada más. Detestaba las actitudes tan molestas de Minho, la vida sin control que llevaba y como parecía no importarle nada más que él; así como sabía que Minho odiaba su absurda necesidad de ser el mejor en todo por el miedo al qué dirán. Desde el punto de vista de un adolescente, veía poco probable que ese idiota estuviese siempre a su lado, a pesar de los mil problemas que tenían a diario.

No obstante, ahora, en un momento de desesperación, entendía más o menos a qué se refería Jessica.

Recordaba con exactitud esos años en que la había pasado muy mal, recién descubría su sexualidad y le aterraba ser diferente. ¿Quién le dijo que no debía preocuparse por eso? Minho. Tenía dieciséis años y él quince, Mark estaba a un paso más adelante en la vida, pero fue Minho quién se comportó aunque se la pasaran discutiendo, y le prometió que todo estaría bien cuando menos lo notara. En algún momento te vas a aceptar, no lo fuerces.

Y situaciones así habían por montones en su historial de hermanos. Porque por alguna razón, olvidaban la competencia entre ambos por ser el mejor y se daban el tiempo para consolar y verificar que el otro estuviese bien. Es solo que nunca lo notaron.

Por otro lado, si a Mark le hubiesen dicho en algún punto de su vida que terminaría arriesgando todo por el tonto de su hermano menor, se habría reído hasta que le doliera el estómago.

Primero que nada, porque sabía que Lee Minho era el ser más obstinado del mundo, no aceptaría su ayuda ni aunque le estuvieran pagando, mucho menos admitiría que la necesita. Y, en segundo lugar, siempre fue miedoso, le temía a la sociedad y la opinión que tuvieran respecto a él, ¿por qué a algo más no? Era imposible que pusiera las manos al fuego ─literalmente─ por otra persona. Y creyó con fidelidad que su hermano no sería la excepción.

Se había equivocado, por supuesto.

Sus piernas dolían de tanto correr, sus pulmones se sentían oprimidos y la garganta la tenía tan seca que le costaba pasar saliva. El calor de ese edificio lo estaba sofocando, tanto que la desesperación por encontrar a su hermano se volvía aun mayor con la presión que le ponía ver las llamas vivas frente a él.

Llegó hasta el patio central, donde minutos antes habían estado protestando, y por más que buscaba con la mirada, no daba con nadie, ni siquiera un alma. Estaba nervioso y la puerta que daba a los largos pasillos comenzaba a tentarlo. Creía que ya no había otra opción, por obviedad debería saber que, si Minho no se encontraba allí, desde luego era porque estaba dentro de la escuela. Tuvo un debate mental que no duró tanto, pues madera y restos del edificio se desmoronaban con el paso de los segundos, y debía apresurarse si no quería que ninguno de los dos pudiera salir.

Corrió con la poca fuerza que le quedaban en sus piernas adoloridas, tapándose la boca y la nariz, como si así pudiese evitar que el humo le hiciera más daño de lo que ya hacía. Empujó la puerta, ésta se encontraba hirviendo, y si no se quemó fue gracias a las mangas de su sudadera.

En cuanto estuvo del otro lado, pudo sentir como el calor era muchísimo peor, veía las bravas llamas al final del pasillo, consumiendo todo a su paso, destruyendo lo que alguna vez fue su segundo hogar. Le dolía ver los escombros caer, le dolía pensar que, incluso si su abuelo se había convertido en un desgraciado, o si lo fue siempre, jamás hubiese querido que su escuela pagara por sus errores. Pero más le dolió ver un par de piernas a la lejanía, muy cerca del fuego.

Rebel Babies (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora