Lo que mi corazón siente

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—Papá, ¿Crees que debamos bajar el precio del té de alcachofa?

—¿Por qué deberíamos? Está en el precio justo, que otros vendan productos genéricos no significa que tenemos que regalar nuestras cosechas.

—¿Y si no logramos venderlas? —preguntó consternada.

—Frannie, hija, no quebraremos por un té de alcachofa que no vendamos —dijo, abrazando a la joven—. Además, la gente conoce nuestros productos y nos tienen confianza, ya verás que cuando vean que no tiene el mismo efecto, volverán.

La muchacha siguió caminando al lado de su padre, cargando una bolsa con semillas. Su padre también cargaba algo, solo que era mucho más grande que su propia carga.

Habían bajado al pueblo a dejar una carga de semillas, pero los clientes se habían retractado de último momento, forzándolos a regresar con todo el cargamento. Regularmente no pasaban por ese bosque, pero era más fácil tomar ese atajo, que cruzar toda la carretera para llegar a su casa. Lo único que no le agradaba era tener que pasar cerca de la casa de ese traficante.

Desde que ese hombre se había mudado al pueblo, todos se habían vuelto más silenciosos, y el temor inundaba el lugar. La mayoría de personas ya no salían de sus casas por miedo a encontrarse con alguno de los guardias de este hombre, aún cuando el tipo vivía detrás del bosque de la comunidad.

Mientras caminaban en silencio, entrando un poco más adentro del bosque, Frannie pudo ver una silueta delgada y rubia tambalearse entre unos arbustos, la persona cayó al suelo después de estar unos momentos de pie.

Una sirena parecida a las que usan los bomberos se encendió en la cabeza de Frannie, la joven dejó caer la bolsa en sus manos y corrió lo más rápido que pudo, seguida por su padre tratando de detenerla.

Al llegar, Frannie encontró a un muchacho con apariencia de muerto. La chica se arrodilló frente a él y sostuvo su muñeca para tomar su pulso, era débil e inconsistente, su temperatura corporal también estaba descontrolada, pues su piel estaba muy caliente. Demasiado caliente, fácilmente llegaba a los 39°.

—Hay que llevarlo a casa —dijo la joven, volteando a ver a su robusto padre.

—Sabes que es peligroso, no pienso exponerte llevando a un desconocido a la casa —respondió el mayor, viendo de reojo al rubio.

—Papá, está muriendo —dijo con desesperación—, hay que llevarlo a casa o no vivirá.

—Yo sé, tesoro, pero estamos muy cerca de la casa de ese hombre, ¿Qué haremos si es uno de esos tipos que tenían problemas con él?

—Papá... No creo que eso sea necesario preocuparnos —dijo con voz temblorosa. Levantó su dedo índice y señaló hacia los pies de cuatro hombres tendidos en el suelo, empapados en sangre. Entre ellos estaba el líder del grupo, Eliú.

El estado del rubio era mejor por poco, tenía la ropa rota, moretones en todo el cuerpo, un labio reventado y al parecer, un brazo roto.

—Frannie, tenemos que salir de aquí ahora —sentenció el hombre.

—No me iré sin él, va a morir si lo dejamos aquí —volvió a repetir la adolescente, observando a su papá con la misma mirada obstinada que aprendió años antes de su madre.

El hombre arrugó el ceño y con voz alta dijo: —¡Bien! ¡Si quieres llevarlo, llévalo tú misma!

—¡Bien! —respondió la chica de cabello anaranjado.

Richard, el corpulento padre de la joven se volteó y cruzó los brazos, molesto por la actitud de su hija. No es que esperara que la chica fuera una santa, tenía el mismo carácter indomable que su madre, pero esperaba que respetara su juicio en situaciones tan delicadas. ¿Qué podía decir? Él mismo la había criado para que defendiera sus creencias a casa y espada, pero también le había enseñado a evaluar la situación y tomar la decisión más acertada, no a recoger a cualquier persona en la calle como si de un perro vagabundo se tratara.

La ganancia del perdedor [Leopika]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora