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♪Send Angels ―Plumb ♪

U

na melodía bastante triste sonaba en la oficina de Lucifer, algo que sorprendió a Antonella cuando entró en la sala con una bandeja de plata entre las manos. La puso sobre el escritorio y levantó la vista.

—Aquí tiene su café sin azúcar, señor.

Él estaba cerca de la puerta del balcón, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en el horizonte teñido de colores rosas y naranjas.

—El corazón de algunos ángeles es un misterio incluso para Dios —señaló en tono apagado.

Toda la piel de la joven se le puso de gallina al oír su afirmación. ¿Qué quería decirle con aquello? Se aproximó y se puso al otro lado de la puerta, con el deje aún desencajado. Llevaba apenas dos días allí, no eran muchos, pero los suficientes para sentirse a gusto a su lado y decirle incluso lo que pensaba de ciertas cosas.

―Dios no existe, señor.

«No hay nada sucio aquí» pensó ella, desanimada. ¿Cómo lograría impedir que destruyera el bosque?

Él parpadeó.

«Regálame una sonrisa y cambiaré de opinión, mi querubín».

Ella sonrió como si le hubiera escuchado los pensamientos.

«No destruiré tu bosque, te lo ganaste a pulso».

—¿Usted cree en Dios?

El magnate la miró con expresión pétrea, a través de sus impresionantes ojos claros. Antonella nunca vio nada igual antes, nada tan perfecto como aquel espécimen.

—Tanto como en el diablo, señorita Hoffmann.

Una ceja de la joven se arqueó en un gesto suspicaz.

—El diablo ¿eh? —masculló con ironía―. Tan real como los héroes de los Comics.

Sus ojos eran de un color indescriptible bajo el efecto de aquel misterioso y épico crepúsculo.

—No existen —le afirmó a la vez que se cruzaba de brazos—. Son un mito, señor.

El demonio se preguntó si pensaría lo mismo al ver sus grandes alas negras, extendidas de par en par, en aquel preciso momento, pero invisibles ante sus ojos humanos.

—Como el amor —espetó con tal firmeza que él sintió un pellizco en el corazón—. Bueno, al menos para mí.

El alma de su querubín estaba petrificada tras su expulsión del cielo.

—Eres como Thomas —aseveró tras desviar la mirada—. Santo Thomas —le aclaró.

Ella sonrió.

—No los vi y, por ende, para mí, no existen, señor.

Lucifer ladeó la cabeza e hizo aquel deje que la volvía loca. Enarcó una ceja al leer sus pecaminosos e incitantes pensamientos.

«¿Sueñas con hacer el amor en el cielo? —se dijo con una media sonrisa—, ¿me imaginas con alas? Vaya, algo restó en tu subconsciente angelical».

Un gato negro apareció en medio de sus recuerdos y ella se entristeció al instante.

—¿Le pasa algo, señorita Hoffmann?

Ella sonrió con tristeza.

—Tenía un gato.

«El gato negro».

Ángeles y DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora