21 de diciembre
Imagina lo siguiente:
Te encuentras en tu librería favorita examinando las estanterías. Llegas a la sección de uno de tus escritores preferidos y ahí, cómodamente encerrado entre los lomos increíblemente familiares, hay un cuaderno rojo.
¿Qué haces?
La elección, creo, es obvia:
Tomas el cuaderno rojo y lo abres.
Y luego sigues sus instrucciones.
Era la época de Navidad en Nueva York, el período más detestable del año. Las multitudes moviéndose como ganado, las visitas interminables de los familiares más desafortunados, los vítores falsos, los tristes intentos de júbilo: en este contexto, mi aversión natural al contacto humano no hacía más que intensificarse. Dondequiera que fuera, siempre me hallaba en el extremo equivocado de la estampida. No estaba dispuesto a conceder la «salvación» a través de ningún «ejército». No me importaba lo blanca que fuera la Navidad. Yo era un conspirador, un bolchevique, un delincuente profesional, un filatelista atrapado en una angustia indescriptible... ansiaba ser todo lo que los demás no fueran. Caminaba lo más sigiloso posible entre las hordas condicionadas a vivir en estado de ebriedad, los que disfrutaban de las vacaciones de invierno, los extranjeros que habían volado desde el otro lado del mundo para ver el encendido de un árbol sin darse cuenta de lo completamente pagana que era esa ceremonia.
El único elemento luminoso de esta época sombría era que el instituto estaba cerrado (en teoría para que todo el mundo pudiera comprar hasta el hartazgo y descubrir que la familia, como el arsénico, funciona mejor en pequeñas dosis... a menos que prefieras morir). Este año había conseguido convertirme en un huérfano navideño de verdad: le dije a mi madre que pasaría las fiestas con mi padre y a mi padre que las pasaría con mi madre, de modo que cada uno reservó unas vacaciones no reembolsables con sus amantes post divorcio. Hacía ocho años que mis padres no se hablaban, lo cual me daba mucha libertad a la hora de poner en práctica el plan y, por lo tanto, mucho tiempo para mí.
Mientras ellos estaban ausentes, yo saltaba de un apartamento al otro, pero, sobre todo, pasaba mucho tiempo en Strand, ese bastión de chispeante erudición, que más que una librería parecía la colisión de cientos de distintas librerías, con escombros literarios desparramados a través de casi treinta kilómetros de estanterías. Todos los empleados deambulaban encorvados con sus vaqueros estrechos y sus camisas de segunda mano, como esos hermanos mayores que jamás se molestan en hablarte, en preocuparse por ti o incluso en admitir tu existencia si sus amigos andan cerca... cosa que siempre ocurre. Algunas librerías pretenden hacerte creer que son un centro comunitario, como si tuvieran que organizar una clase de cómo hacer galletas para venderte algún libro de Proust. Pero en la librería Strand te abandonan completamente a tu suerte, atrapado entre las fuerzas enfrentadas de la organización y la extravagancia, y esta última siempre ganaba. En otras palabras, era un cementerio a mi medida.
Por lo general, cuando visitaba la librería, no buscaba nada en particular. Algunos días, elegía una letra determinada y visitaba cada una de las secciones para revisar a todos los autores cuyo apellido comenzara con esa letra. Otros días, decidía abordar una sola sección o examinaba los tomos recién llegados, que se acumulaban en contenedores que nunca respetaban el orden alfabético. O, tal vez, me dedicaba a observar los libros con portadas verdes, porque hacía mucho tiempo que no leía un libro con portada de ese color.
Podría pasar el rato con mis amigos, pero la mayoría se encontraba con sus familias o sus Wiis. (¿Wiis? ¿Wiii? ¿Cómo será el plural?). Yo prefería pasar el rato con los libros muertos, agonizantes o desesperados: los que llamamos usados, una expresión que nunca utilizaríamos con una persona, a menos que queramos ser crueles. («Mirad a Clarissa... es una chica de lo más usada»).
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El cuaderno de desafíos de Bright y Win
FanfictionPor un momento, imagina que eres un joven de 16 años, elegante y con un punto snob: La Navidad está a la vuelta de la esquina; en Nueva York todo está preparado para las fiestas, aunque prefieres refugiarte en tu librería preferida y perderte entre...