26 de diciembre
—¿Aún sigues matando hámsteres? —le pregunté a Luke Plowden.
Nos encontrábamos frente al edificio de uno de sus compañeras de instituto, que esa noche celebraba una fiesta.
Desde la calle, vislumbrábamos la fiesta a través de la ventana de la sala. El ambiente parecía muy civilizado. No llegaban a la calle los ruidos frenéticos que uno esperaría oír provenientes de una fiesta adolescente. Distinguimos a un padre y a una madre deambulando por la sala, con bandejas metálicas repletas de cartones de zumo y vasos de refrescos, lo cual explicaría la falta de ruido y las cortinas abiertas.
—Esta fiesta será terrible —exclamó Edgar—. Vayamos a otro lado.
—No has respondido a mi pregunta —insistí—. ¿Aún sigues matando hámsteres, Luke Plowden?
Si me respondía de manera sarcástica, nuestra tregua reciente terminaría de manera tan abrupta como había empezado.
—Win —comenzó a decir, destilando sinceridad y agarrándome de la mano. Mi mano, sudada, tembló ante su contacto—. Lamento tanto lo de tu hámster. En serio. Nunca le haría daño a propósito a una criatura sintiente. —Depositó un besito contrito en mis nudillos.
Yo sabía que Luke Plowden había pasado de matar hámsteres en primero a transformarse, en cuarto, en uno de esos chicos que usaban lupas para concentrar el sol y freír lombrices y otros insectos en los callejones.
Es posible que sea verdad lo que los amigos de mi abuelo me han dicho repetidamente: «No te fíes de los chicos adolescentes. Sus intenciones no son puras».
Esto debía de formar parte del plan maestro de la Madre Naturaleza: hacer, de forma traviesa, que los chicos fueran tan irresistiblemente guapos, que la pureza de sus intenciones se volviera irrelevante.
—¿Y a dónde preferirías ir? —le pregunté—. Yo tengo que volver a casa antes de las nueve o mi abuelo enloquecerá.
Le había mentido a mi abuelo por segunda vez. Le había dicho que debía acudir a un entrenamiento de fútbol de emergencia durante las fiestas porque nuestro equipo estaba atravesando una racha de derrotas. Se lo tragó solo porque andaba llorando por lo de Mabel.
—¿El abuelito no deja que el peque se vaya muy tarde a la camita? —comentó Edgar con voz de bebé.
—¿Te estás burlando de mí?
—No —respondió poniendo expresión seria—. Te aplaudo a ti y a tus toques de queda, Win. Y pido disculpas por la breve e innecesaria incursión en el lenguaje infantil. Si tienes que estar en casa antes de las nueve, es probable que eso solo nos deje tiempo para ir a ver una película. ¿Has visto La abuela fue arrollada por un reno?
—No —contesté.
Me estoy volviendo bueno en el arte de mentir.
Intento abrazar el peligro.
Una vez más, me encontraba encerrado en un baño conversando con Gruñón. El baño del cine estaba un poco más limpio que el de la discoteca del día anterior, y en la sesión de la noche el cine no estaba abarrotado de niños. Pero, una vez más, la vida y la acción rebosaban a mi alrededor y lo único que yo quería hacer era escribir en un cuaderno rojo.
Supongo que el peligro se presenta de muchas formas. Para algunas personas, podría ser saltar desde un puente o trepar montañas imposibles. Para otras, tener una sórdida aventura amorosa o increpar a un conductor de autobús de aspecto desagradable porque no recoge a adolescentes ruidosos. O hacer trampa jugando a las cartas, o comer un cacahuete a pesar de ser alérgico.
ESTÁS LEYENDO
El cuaderno de desafíos de Bright y Win
FanfictionPor un momento, imagina que eres un joven de 16 años, elegante y con un punto snob: La Navidad está a la vuelta de la esquina; en Nueva York todo está preparado para las fiestas, aunque prefieres refugiarte en tu librería preferida y perderte entre...