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Lo habían encontrado horas después, con la cara en el teclado de su computador. Cuando despertó, ahí estaba Annika junto a él, ojos llorosos y cabello despeinado. Se miraba demacrada, un desastre andante.

—Hola —dijo ella, su sonrisa no llegando a ser alegre, sino toda triste—, despertaste.

Pascual no hallaba otra palabra para describir su estado físico y mental a parte de mierda.

—¿Qué... pasó? —logró decir, los recuerdos sin llegar a su mente.

Annika le contó todo. Del como no había llegado a la cena que había organizado y de la preocupación que sintió, decidiendo ir hasta su apartamento y en un descuido por parte del mismo Pascual de no haber puesto seguro a la puerta, entró y lo encontró tumbado en su escritorio.

Estaba sorprendido porque ella comenzó a llorar, sus manos temblando contra las suyas, apretando el agarre con fuerza. Y para su sorpresa, se disculpó.

—Lo siento —habló, voz ahogada—, lo siento tanto.

—¿Por qué lo sientes?

—Debí estar para ti, debí darme cuenta antes. Estaba tan centrada en mi vida que no, yo no —pausó, viendo como uno de los personales médicos tocó delicadamente la puerta antes de entrar. Sus palabras quedaron inconclusas, dejadas a un lado mientras estaba siendo atendido por una mujer en uniforme.

Al final de su chequeo, fue informado que estaba mal de salud y necesitaba estar unos buenos días en el hospital antes de ser dado de alta, igualmente fue proporcionado por una serie de panfletos llenos de información sobre desórdenes alimenticios y algunos números y direcciones para recibir ayuda para tratarlos.

Pascual se sentía con vértigo, a pocos metros de caer al abismo de su propio miedo. En todo el rato, no había logrado juntar valor para mirar a los ojos a su amiga por temor a ver algo que no quería saber.

Pero ya era demasiado tarde, y debía pagar el precio de su propio descuido.

Todo lo que somos (y dejamos de ser)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora