23. M

84 29 26
                                    

En otro día, en otro tiempo, Marion hubiera entrado a la floristería que alguna vez trabajó su hermana Sonia. Entrar y poder oler memorias perdidas de una época que ya no existe, sentir el calor de la tienda abrazar su cuerpo en señal de bienvenida, las puertas cerrándose automáticamente detrás de ella a la vez que se quitaba lo mojado de los pies con el tapete. 

La acción de subir la mirada del suelo en el momento de escuchar aquella voz tan familiar y sonreírle al mejor amigo de su hermana muerta. Pasar la incómoda conversación de "¿Qué haces aquí?" o "Hace años que no te he visto", y hablar por fin sobre aquellas memorias enterradas en el tiempo, quizá hasta lo ayudaría a limpiar el lugar un poco porque se notaba que necesitaba más trabajadores que atendiesen en la tienda.

Marion no hizo nada de eso, en cambio, se obligó a sí misma, pese a la lluvia que tentaba en mojarla de pies a cabeza, a ir hasta su departamento. Y, tan pronto llegar, fue a quitarse toda la lluvia de su cuerpo con una ducha caliente y la música clásica a volumen medio. Mientras se tallaba el shampoo de su cabello, recordó de la cena que había acomodado Annika en un restaurante en el centro de la ciudad y, en su estado de crisis social, gruñó cansada. Existen ocasiones en donde la gente no siempre quiere estar con otra gente. Se volvía agotador.

En poco tiempo, quedó frente al espejo de su habitación. Por ahí estaba regado la sábana que le había puesto hace tiempo, mayormente por miedo a ver su reflejo. No sabía por qué lo tenía aún si tanto odiaba mirarse, si tanto odiaba recordar. Estaba en su ropa interior y nada más, ojos clavados en ningún lugar en particular de sí misma.

Habían pasado años desde que intentó abrirse al amor, a las personas. Era difícil hacerlo considerando que se sentía como manchada, frágil. A veces seguía en su memoria las manos de su ex novio tocando su pecho, su estómago, su boca. Del como su lengua desaparecía en su entrepierna y no podía hacer nada para evitarlo. Recordaba haberle suplicado que parara, que no estaba lista. Gritando y llorando por ayuda en la parte trasera del auto, pegando fuertemente las ventanas mientras intentaba alejarse lo más posible del monstruo que se hacía llamar hombre.

Tocó suavemente su rostro pecoso, después su mano viajó hasta su pecho y al final, con la mano temblorosa, por abajo de su estómago. En ese entonces Marion tuvo catorce años, él tenía veinticinco. Nadie sabía de su relación, era secreto. Ingenua había sido ella al pensar que en verdad la quería, la amaba. ¿Quién haría eso por amor? ¿Quién sería capás de dañar a una persona de esa manera?

Tuvo suerte, se repitió, pura maldita suerte. La persona del carro vecino había forzado la puerta abierta y llamado la policía y, bueno, lo demás fue borroso. Lo único que recordaba con certeza era estar en la estación de policía, temblando y llorando. Su madre a su lado, una mano acariciando suavemente su cabello mientras la dejaba explicar lo que le había sucedido. Una demanda, cosas legales y una sentencia de varios años en la cárcel después, aquel monstruo quedó bajo rejas. Entonces, ¿por qué sentía como que aún estaba ahí? Junto a ella, presente. Como si su fantasma no se había ido de su lado.

Dejó de mirar su reflejo y comenzó a cambiarse, una prenda a la vez.

Todo lo que somos (y dejamos de ser)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora