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En el pueblo la tragedia fue un escándalo. Hablaron de la casa Blair y cubrieron el asunto con un incendio accidental. La primicia era: dueña e hija mueren, junto a la servidumbre que esa noche frecuentaba el hogar.
Lo escuché todo de una anciana preocupada que se lo comentó al panadero. Yo estaba a dos personas de distancia de ella en la fila, pero su voz fue para todos en ese negocio, que al igual que yo, tenían una oreja levantada y atenta.
Me pregunté si a La Rosa podría interesarle una niña perdida, una niña que ellos sabían, no estaba muerta. Probablemente todavía estaban intentando descifrar nuestro rastro por el bosque, lo que nos ofrecía cierta cantidad de tiempo, pero no el suficiente como para detenernos a descansar más de un día. La yegua que dejé atrás, Nieve, también sería una buena distracción. Así que, mientras tuvieran algo a lo que disparar, estaríamos bien. Por un rato.
Aleu se había quedado dormida en la habitación que yo rentaba en la casa de la señora Milton.
Llegar a Bahía Kanaaq fue un suplicio, pero tuvimos suerte y conseguimos escabullirnos de cualquier ojo curioso. Confiaba en que no despertaría durante varias horas, así que la dejé y salí al pueblo para conseguir provisiones como comida y ropa adecuada para un largo viaje en climas extremos. Tomé todo el dinero que Harold tenía en el taller, y también un trineo.
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Abrí la puerta del almacén y me deslicé al interior junto al sonido de la campanilla. En el mostrador estaba el ayudante del dueño. El hombre me estructuró con la mirada, como si estuviera intentando descifrar desesperadamente.
Tragué saliva. Lo conocía. Él era alguien que tenía todo el respeto de la comunidad por sus servicios al país. Clarence Jacobsen era un soldado retirado luego del final de la segunda guerra; con medallas, con gloria, respeto... Y aún así nada quitaba el hecho de que, de hecho, él era un metamorfo.
Recordaba haberlo visto la misma noche en la que Harold llegó corriendo a advertir al resto de metamorfos que se ocultaban en Bahía Kanaaq que La Rosa estaba cerca. Hasta entonces, me había imaginado que la mayoría de ellos ya estarían en su camino a las montañas, pero no, Clarence todavía estaba ahí. Me pregunté por qué. ¿Habría alguien más con él?
Eché una mirada por sobre mi hombro, asegurándome de que no hubiera nadie más, y me acerqué al mostrador.
—¿Está el señor Duncan? —pregunté con cautela.
Clarence negó lentamente con la cabeza.
—Está en el fondo organizando la mercadería. No vendrá pronto —contestó de igual manera—. ¿Qué desea comprar?
—Carne seca.
—¿Cuánto?
Arrojé un par de billetes y monedas a la mesa. Era lo último que me quedaba para gastar; el resto lo guardaría para otra ocasión. Seguro que lo necesitaría.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...