1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
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Decliné aquella vaga descripción que Elena nos había dado antes. Fort Davis no era un pueblo fantasma. Fort Davis era un lugar donde ni siquiera los fantasmas se atrevían a habitar. De hecho, Fort Davis apenas lograba ser un recuerdo, igual de pequeño que una mota de polvo que cae sobre la blanca e infinita superficie.
Me costó bastante poder ajustar mis ojos a la indefinida llanura de la tundra y así divisar una única luz anaranjada que hacía todo su esfuerzo por sobresalir entre aquella intimidante negrura.
Fort Davis era tan minúsculo que, en realidad, solo tenía siete casas en total; la mayoría ruinas que cedían ante el lúgubre lamento de la ventisca con pesadumbres.
Tanta soledad me hizo querer ceder también.
Elena, que caminaba a mi costado, emitió un resoplido y se lamió los colmillos en un gesto de desagrado. Supuse que, tal vez los dos encontrábamos deprimente aquel panorama.
A medida que nos fuimos acercando más, la casa dejó de parecerse tanto a una estrella solitaria y pasó a ser la llamarada de una vela cuya luz dorada temblequeaba al más mínimo soplo de aire. Estaba en un mejor estado que cualquiera de sus vecinas incluso si sus ventanas estaban rotas, o si el techo superior tenía agujeros prominentes. Por uno de ellos sobresalía una torre maltrecha, probablemente el conducto de una estufa a leña.
Aleu había caminado la mitad del trayecto, y la otra mitad me había tocado cargarla en mi espalda. Llevaba dormida casi una hora, así que sacudí un poco mis hombros para poder despertarla. Ella murmuró algo y se removió.
—Ya estamos llegando —dije—, y si no te despiertas te tiraré a la nieve.
Mi espalda dolía y mis brazos no podrían soportar por mucho más tiempo.
—¡Estoy cansada! —pataleó ella.
—Descansarás apenas lleguemos —aseguré, y entonces la solté.
La figura de Aleu desapareció en un pozo de nieve, pero ella volvió a aflorar un segundo después. Tenía el ceño fruncido y una ira palpable.
—¡Eres una persona detestable! —despotricó, levantándose con dificultad.
—Ve a llorar a otro lado, Aleu —murmuré con cansancio, estirando mis brazos sobre mi cabeza—. De todos modos, no es bueno que estuvieras tan quieta por tanto tiempo, mucho menos con este frío. Te he hecho un favor.
Entonces la tomé de la mano y la insté a seguir caminando, pero ella se soltó, me sacó la lengua, y empezó a aflojarse las capas de ropa que la cubrían. Se quitó las botas con enfado y, cuando la ropa le quedó suelta, ella se transformó. Observé aquél cachorro deslizarse lejos de las prendas y echar a andar sobre la nieve con mucha más facilidad con la que la niña podría haberse movido.