Capítulo ocho

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No sé cuánto tiempo pasó hasta que el murmullo de todos empacando sus cosas me despertó. Cuando busqué a Aleu con la mirada, la hallé no muy lejos, acurrucada sobre uno de los bolsos, durmiendo en su forma humana. Debió de haberse vuelto a transformar luego de que me quedé dormido. Traté de despertarla y la moví por el hombro. Ella abrió los ojos muy despacio y en silencio, y cuando me vio a mí, toda su expresión se vino abajo.

—Creo que ya es hora de seguir —dije en voz baja.

Ella parpadeó muy lentamente, y en silencio, como si temiera que alguien la pudiera escuchar, ella empezó a llorar otra vez.

—Extraño mi hogar, señor Reagan —susurró, todavía acurrucada sobre sí misma—. Extraño mi ropa, mis juguetes, mi abuela... Y a Larry, que me decía palabras feas cada vez que me veía pasar.

La miré con simpatía.

—¿Quién era Larry? —pregunté.

—El cocinero.

—¿Y por qué te decía palabras feas?

—Porque de noche asaltaba la cocina y me robaba las galletas que se guardaban en las alacenas más altas, o porque estorbaba en el camino. O porque a veces, hacía travesuras que a él no le agradaban tanto.

Mi mente se imaginó el tipo de travesuras que una niña privilegiada que nunca enfrentó una verdadera consecuencia por sus acciones podría llevar a cabo. Probablemente no era nada bueno.

—Los adultos son una mierda —opiné después, para tratar de contentarla.

—Usted es un adulto, señor Reagan —dijo severamente.

—No me llames señor —repliqué entonces, mientras terminaba por juntar lo que quedaba de nuestras cosas—. No soy viejo.

—Sí que lo eres —contestó ella, enderezandose de golpe—, eres muy alto. ¿Cuántos años tienes? Eres adulto. Por lo que eres viejo.

—No los suficientes para que se me dirija como señor —afirmé con molestia—. Anda, apresúrate o nos quedaremos atrás.

—Sí, señor.

Resoplé.

En cuestión de poco tiempo estuvimos todos afuera, caminando en la larga noche, guiados únicamente por una lámpara de aceite que Martha llevaba a la cabeza del grupo.

Nosotros íbamos al final de todo, con la nariz goteando y los brazos entumecidos por el frío helado. Joe se nos había acercado para tratar de entablar charla con nosotros, en especial con Aleu, que hasta entonces parecía ser la única con el suficiente entusiasmo para seguir sus intensos monólogos y su buen humor. Pero no solo estaba Joe, sino Tony. Tony era un muchacho que iba a la sombra de Joe en silencio, con las manos en los bolsillos y una mirada indiferente.

Corona de OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora