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La vida tendía a dejarme en situaciones desfavorables. Hace mucho tiempo me había resignado a mi mala suerte. En base a esto, mi mente se había acostumbrado a asumir los peores escenarios posibles. Es por eso que cuando me lancé para tratar de seguir a Elena, imaginé mi muerte de mil maneras diferentes. Por extensión, también imaginé la de Aleu.
Me sentí enfermo de un momento a otro.
Traté de sacar esas ideas de mi cabeza y me concentré en alcanzar a Elena. Llegué a avistarla a la distancia, justo cuando desapareció detrás de un enorme grupo de zarzas esqueléticas y enterradas en nieve.
Contuve el aliento cuando empecé a escuchar las voces, los ladridos, los gritos y el forcejeo. Y cuando llegué, las cosas ya parecían haber escalado a un nivel catastrófico. Lo primero que distinguí fue a Elena, quien mantenía un reñido forcejeo con un hombre de bigote que sostenía una ballesta entre las manos. También vi a Joe, a horcajadas del otro cazador desarmado, mientras hacía lo posible por retenerlo en el suelo. Más atrás de ellos había un trineo que era sostenido por dos perros de tamaño mediano y ladraban furiosamente hacia nosotros.
Y finalmente, mis ojos encontraron el fusil tirado en la nieve, a solo un par de metros de mí. Dudé por un segundo antes de apresurarme a levantarlo.
El arma era más pesada de lo que alguna vez me imaginé.. Temblequeó en mis manos por unos segundos eternos antes de que pudiera afianzar mi agarre y estabilizar mi pulso lo mejor posible.
—¡Ya basta! —grité, apuntando al hombre que todavía batallaba contra Elena.
Él abrió los ojos con sorpresa, soltó la ballesta y retrocedió, farfullando. Elena quitó el seguro a su arma y la levantó en el aire también, sin dudas con mucha más soltura y eficacia que yo. Su pulso ni siquiera temblaba. Ella tenía en la mira al hombre que Joe sostenía por el suelo.
—Escuchen, no queremos... —balbuceó el hombre del bigote, esbozando una sonrisa tonta al mismo tiempo que daba unos cuantos traspiés— ¿Podrían...? ¿P-podrían bajar esas armas?
—No son parte de La Rosa —dije. Volví a mirar de arriba a abajo al tipo de bigotes; iba vestido con una amplia chaqueta de cuero marrón, pantalones de invierno y una boina inglesa sobre su cabeza—. Son aficionados —Desvié mi mirada al trineo, donde había unas cuantas botellas vacías de whisky—, y van borrachos.
—¿Cómo lo sabes? —reclamó Joe entre jadeos, mientras aprovechaba para alejarse del hombre en el suelo.
Hice un gesto con la cabeza, señalando sus vestimentas.
—La Rosa usa uniformes de caza verdes —dije—. Y esos perros no son los que suelen adiestrar.
Por un instante, me llegó el flash de una memoria sobre un perro braco francés que que estuvo a punto de morderme los tobillos cuando era niño. Por lo general, los perros de La Rosa solían ser rastreadores únicamente; no les gustaba que estos interfirieran en su caza.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...