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La nevada de esa fatídica noche nos dio cierta ventaja.
Obligué a la yegua a montar la tormenta, a sumergirnos en su interior con la esperanza de no ser encontrados. La noche nos abrazó en nuestro apurado camino al alba, y entonces, antes de que pudiera darme cuenta, el concepto del tiempo se esfumó a mi alrededor. Las horas pasaron en un parpadeo, y cuando levanté la mirada, el sol ya nacía del horizonte en otro día.
No nos siguieron al principio. Creo que fue tal el ajetreo que nadie reparó en nosotros hasta mucho más tarde.
De forma muy retorcida, tuvimos mucha suerte.
La niña, Aleu, no luchaba contra mí, solo lloraba. Pero, cuando la tormenta se detuvo, ella también.
Descendimos por el bosque hasta detenernos en las orillas del amplio lago Eyak, que permanecía firmemente congelado. Miré la zona con los ojos entrecerrados, notando como poco a poco las montañas y la nieve comenzaban a relucir como miles de estrellas alegres besadas por el sol. Inhalé, sintiendo lágrimas pegadas a mi cara entumecida.
Percibí como Aleu asomó la cabeza también para poder ver lo mismo que yo. Sus ojos verdes brillaban por las mismas lágrimas. Temblaba como una hoja, ya fuera por frío o miedo. Me imaginé que sería por las dos. La miré sintiendo un vacío en mi pecho. En otro momento, me habría compadecido de ella, pero no podía olvidar que, si Harold, Donna y Walter estaban muertos, todo se debía a ella.
Me bajé del animal sin soltar las riendas. Tomé una respiración profunda. Mis piernas temblaban. La imagen de Harold vino a mi mente. Las lágrimas picaron. Volví a inhalar. Exhalé. Cuando miré arriba, Aleu todavía me miraba, pero no realmente. Estaba ida. En shock.
Me enderecé y la tomé por las axilas dejándola en el suelo, sosteniéndola de la mano con la fuerza suficiente para que no se le ocurriera salir corriendo. Mientras tanto, levanté la mano que me quedaba libre y golpeé al caballo. Este trotó lejos de nosotros ante mi señal. Aleu la miró alejarse por el lago congelado como si viese a su única amiga en el mundo abandonarla a la intemperie. Ella tiró lejos de mí, tratando de seguir al animal. Consideré, tan solo por unos segundos tratar de hablar con ella, pero cuando abrí la boca nada salió. Así que, masticando los sentimientos amargos, opté por caminar. Aleu gritó y me golpeó en el brazo, pero apenas pude sentir la fuerza del impacto. La obligué a seguir por la extensa orilla del lago, lejos del caballo y en dirección contraria al pueblo.
Salvé su vida. Yo la salvé y ella arruinó la mía. No tenía derecho a enojarse, a golpearme. Era yo quien debía gritar. Era yo quien debía patalear. Pero cuando eres adulto, las cosas funcionan diferente. No puedo permitirme ser irracional, no ahora. Aún así, eso no me impidió odiarla en secreto
. Odie a la niña que me ofreció una mano amistosa dentro de un armario, y odie la vida y sus vueltas, por hacer que las cosas se volviesen a torcer en mí contra una vez más. Me odie a mí, y odie el hecho de haber evitado la muerte cuando no valía la pena que así fuera, porque no tenía una vida que me esperase ansiosamente, como Donna y Walter, y para ser franco, mi sueño comparado con el de Harold era mucho más insignificante.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...