1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Fue durante nuestro quinto día de viaje cuando ella nos encontró.
Aleu estaba cansada, y honestamente yo también. A ese punto habíamos caminado por horas desde nuestro último asentamiento. Miré al horizonte, donde el sol parecía estar por asomarse tan solo por unos cuantos minutos antes de volver a esconderse.
Hice una mueca cuando sentí una incomodidad en mi cuerpo, un dolor que corría por toda mi columna, como si hubiera estado en una posición muy incómoda por demasiado tiempo. Detuve mi andar y dejé caer la mochila y el bolso sobre la nieve.
Aleu, que había ido tras mi espalda con una mano aferrada a una de las correas, me miró con sus grandes ojos llenos de esperanza.
—¿Ya podemos descansar?
Eché un vistazo más a nuestro alrededor. El valle todavía nos resguardaba, pero poco a poco el terreno se había tornado cada vez más llano. Estaba seguro de que pronto y a pesar de todo, tendríamos que sumirnos a la tundra. Confiaba en mi sentido de la orientación y en que sin dudas nos estábamos dirigiendo a Nome, pero creía estar lejos del pasaje de Teller.
—Cuando el sol vuelva a bajar —dije entonces—, seguiremos. Por ahora puedes descansar.
Ella asintió y no dudó ni dos segundos en repantigarse en la nieve. La miré un momento. Había tratado de arreglar su pelo en una trenza, pero el viento matinal se lo había vuelto a soltar casi por completo. La piel oculta bajo un gorro y una bufanda estaba roja debido a las quemaduras del frío. Suspiré y me di la vuelta.
—¿A dónde vas? —Ale enderezó su cuerpo de nuevo.
—Necesito transformarme —contesté—. Tú... ¿Sientes que debes cambiar también? Si es así, es mejor que aproveches este momento. Puede que más adelante ya no puedas hacerlo.
Ella no me contestó, en cambio solo dijo:
—Señor Reagan, ¿por qué los cazadores nos encontraron?
La miré, sintiendo una vaga curiosidad.
—Por nuestra esencia. Tenemos una esencia particular que alerta a otros animales. Los pone nerviosos.
—¿Por eso tenían perros?
—Sí.
—¿Y no van a sentirte ahora si te transformas?
En realidad, ese era mi miedo cada vez que lo hacía, por eso siempre trataba de evitarlo; más nadie podía esconder al animal por siempre. Dolía hacerlo. Si no fuera así, entonces el término metamorfo ni siquiera existiría. Seríamos normales. Pero no le dije eso a Aleu, en cambio respondí:
—Con suerte estamos tan lejos de ellos que ni siquiera podrán sentirme.
Me escondí tras un enorme pino a un par de metros de distancia para poder quitarme la ropa. Todavía recordaba que, en mi primera transformación, me fue imposible prevenirla y terminé enredado en todas mis prendas, tropezando con ellas y rompiéndolas en el proceso.