1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
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Había una niña dentro del armario encastrado en ese olvidado sótano, y detrás de ella un agujero en la pared. Yo no conseguía hilar una cosa con la otra cuando súbitamente ella muy emocionada me habló.
—¿Eres un fantasma?
Mi corazón latía desaforado. Mis oídos palpitaban. Apenas creí escucharla.
—Si lo eres, entonces quiero que sepas que los fantasmas no me dan miedo, solo las arañas.
Parpadeé.
—Los vi entrar. Caminaban con tanto cuidado que creí que podrían ser fantasmas. Creo que a los fantasmas no les gusta ser vistos.
Pude ver todas mis posibilidades de una vida tranquila desmoronarse justo frente a mis ojos nada más esa niña se plantó frente a mí. Si ella iba y le contaba a alguien que un grupo de personas se habían ocultado ilegalmente en su sótano, estábamos condenados.
—¿Cómo...? ¿Qué haces... aquí? —No tenía palabras.
Ella me miró de arriba a abajo con cierta cautela. Luego, en voz baja, se puso a explicarme todo como si lo que estuviera pasando no fuese grave o raro para ninguna de las dos partes.
—A veces vengo a escondidas a jugar —confesó como si fuera su mayor secreto en el mundo—, la puerta siempre está con llave, pero una vez encontré una trampilla en los establos escondida entre el heno, que daba a un túnel que llega hasta aquí. Quería bajar antes, pero tenía miedo de que me atraparan, y más tarde me enfermé. —Hizo una mueca, rascando su antebrazo con ahínco—. La abuela no me dejó salir de la cama en todo el día, pero no tuve clases de piano, lo que es bueno.
Mi boca estaba seca. No logré emitir ni una sola palabra, así que solo me quedé mirando ese peculiar agujero cavado en la pared, buscando algo de sentido. Mi mente se debatía entre la intriga y el nerviosismo
¿Por qué, si lo que la niña decía era verdad, los Blair tendrían un túnel como ese debajo de la casa?
—No puedes decirle a nadie que yo bajé hasta aquí —murmuró ella de pronto, tomándome por el brazo para llamar mi atención—. Mamá me golpeará con la regla de coser si se entera, y la abuela estará decepcionada.
Me eché lejos de su tacto casi por instinto. Balbuceé.
—No diré... No diré nada.
Ella asintió.
—Yo tampoco diré nada. Usted y sus compañeros fantasmas pueden quedarse —dijo, sin siquiera reparar en mi cara desencajada. Ella se rascó el codo distraídamente—. Los conté, los vi llegar por la ventana, son cuatro, ¿no?
Volví a mirarla de arriba abajo, ahora tratando de hallarle un sentido a ella. Me percaté de que solo iba con un camisón blanco de solapas con bordados en hilo rosa, sucio con telarañas y heno en la falda. Sobre los hombros llevaba un chal de lana gris y en los pies botas para la lluvia. El pelo oscuro, a diferencia de cuando nos vimos por primera vez, estaba todo despeinado y libre.