II

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Akaashi había dormido mejor de lo que hubiese querido; no sabía si era debido a que las sabanas parecían ser de la tela más suave que alguna vez haya sentido sobre su piel, si fue el alivio de no tener que entregarse a su esposo o la paz que sentía en aquella enorme habitación al estar solo.


Desde que su esposo se había despedido en la noche, no regresó. Al inicio se sintió un tanto inseguro, pero recordaba las palabras del otro y esperaba que fuese sincero sobre esperar. Se levantó de la cama para encontrar el gran abrigo que había dejado caer la noche anterior, solo que esta vez estaba sobre una silla. Lo tomó para colocárselo y caminar hacía una de las ventanas de aquella habitación, la que ahora sería suya junto con su esposo.


Tocó el cristal levemente notando lo frio que se encontraba, sin embargo, eso no le detuvo para abrir la ventana y poder mirar hacia afuera. El día anterior todo parecía mágico, ahora le resultaba aburrido. Todo del mismo color blanco, frio y sin vida. Suspiró un tanto decepcionado antes de notar como su esposo caminaba sobre la nieve con otro hombre, intentó reconocerlo, pero a esa distancia solo divisaba su cabello gris y sus ropas negras al igual que su esposo. Cerró la ventana para alejarse al escuchar como la puerta era tocada por quienes le servirían de ahora en adelante.


Tras unos minutos se encontraba vestido con un pantalón negro y camisa roja, tropezaba en ocasiones al no estar acostumbrado a usar el calzado que le habían proporcionado, además de incomodarle el caminar por el castillo sin poder quitárselos. Miró de nuevo sus pies para mirar con más detalle como aquel calzado subía casi hasta sus rodillas y como unas delgadas cuerdas se trenzaban para mantener todo apretado. Botas le llamaban.


No solo aquello le hacía andar torpemente, el gran abrigo negro que colgaba de su espalda le molestaba en cierta medida. Entendía que todo aquello fuese necesario por el frio, pero se preguntaba si no había maneras de mantener el calor sin usar tantas cosas pesadas.


Su andar era sin rumbo aparente; no sabía en qué parte del castillo se encontraba y se lamentaba levemente de su decisión al pedirle a los sirvientes que le dejaran andar solo. Tras varias vueltas estaba listo para admitirlo; estaba perdido.


Aun así, caminó un poco más para detenerse frente a una gran puerta que llamó su atención. Era de color rojo con adornos de metal negros y en lo alto se encontraba el escudo del reino, la cabeza de un león de algún material blanco. Tocó la puerta con la yema de sus dedos, empujó suavemente, pero una mano ajena golpeó la gruesa madera roja de la puerta haciéndole brincar. No pudo disimular la sorpresa que se había llevado y se giró tan rápido como pudo encontrándose con una dorada mirada que no se apartaba de la suya. Por unos momentos que parecieron horas para el más bajo hubo solo silencio.



— Está prohibido para todos entrar ahí, su majestad. – Akaashi se había quedado mudo ante aquellas palabras. Casi arruinaba todo por su curiosidad, se maldijo mentalmente mientras intentaba recuperar su compostura y su fría expresión.



— Lo lamento, no sabía sobre eso. Agradecería que me indicaras las prohibiciones de este reino para evitar problemas. – Silencio de nuevo y ahora estaba demasiado asustado como para mirar al contrario, prefería mantener su vista en el suelo antes de que una gran carcajada le hiciese alzar la mirada hacía el culpable de su mortificación.

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