La pesadilla y el pirata de algodón

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  La noche se adueña una vez más de mi ventana como un ladrón en busca de luz. Calímedes revolotea dando zarpazos ciegos al aire como si quisiera atrapar un hada invisible. Mi cama se hace luz cuando se enciende la pequeña lámpara rosada que vive junto a mis envejecidos lápices en una mesa de noche.
  Envejecen los lápices, cada sueño un día más. Y su transformación me hace dudar de la grandeza del mundo. ¿Somos las personas como los lápices? Mientras pasa el tiempo nuestro cuerpo empequeñece. ¿Es el curso del tiempo el sacapuntas de nuestra vida: que nos hace más capaces, pero a la vez nos destruye?
  Aparto la mirada en busca de mi Calímedes que descansa en la alfombra al pie de la cama. Lo llamo con entusiasmo y, de un salto, se traslada a mi lado. Abro mi diario y rememoramos los viejos sueños: allí recuerdo el colgante perdido de la Luna y el asteroide de noches atrás. Podría derramar una lágrima que ruede por mi mejilla y muera en mi suelo de papel; pero sería hipócrita llorar por una estrella que mataste con tus deseos.
  El reloj, que nunca detiene su curso ni para complacer al Sol, marcaba las 9:45p.m. de aquel oscuro y silencioso 14 de abril. Mis ojos están dando tumbos que repercuten en mis párpados: como si quisieran gritarme que debo descansar. Llevo a Calímedes junto conmigo, después de unas buenas noches aparece Sueño abriéndome una más de sus extravagantes puertas.
  Al entrar en el umbral de marco azul metálico sentí escalofríos y los barrotes emergieron junto a la isla que sostiene mis pies en este momento. Se logra escuchar desde este desierto lugar los cánticos del Sol, que juega a exhibir sus rayos por toda la esfera; como si no le tuviera miedo a la noche que carga la Luna en sus espaldas.
  La arena que se escabulle entre los dedos de mis pies es la misma que descansa en el tronco de una palmera que no hay muy lejos de aquí. Hoy no puedo encontar a Calímedes, quizás se escapó al ver el océano.
-Debería conocer a un pirata que sea un gato de algodón. Seguramente hay uno navegando estos inciertos mares -digo para mis adentros.
  El mar, el maravilloso e infinito mar que inunda las heridas de la Tierra. Es el océano el paño de lágrimas de las nubes, donde se suicidan las gaviotas y donde el oro viene a descansar. Descansa preso en un cofre de cristal como de cristal mi jaula el tesoro de algún gato de algodón.
  Y sigo observando la inmensidad del azul en el aquel paisaje dominado por los rayos del violento astro que reina en el cielo y siento el agua crecer bajo mis pies. Rápidamente roza mis tobillos y se encuentra con el tronco de las palmeras. En menos de un minuto está besando mis labios como quien besa una canción: en silencio, atento a cada detalle.
  El escenario se reduce a un infinito azul que se extiende a largo y ancho de los límites de la jaula de cristal, intercambiando tonalidades mientras los rayos de sol penetran su superficie ya lejana. Mi cuerpo comienza absorber el agua como una esponja de las que usa mamá para limpiar el espíritu carnívoro que dejamos en un inocente plato de cristal. ¿Tendrán culpa los platos de la muerte de los conejos? ¿Puedo preguntarle a los tenedores qué se siente ser un asesino? ¿Será por eso que todos los cubiertos se guardan en una cárcel de cristal? Cuando se detiene el flujo de agua mis oídos logran escuchar una tenebrosa risa que parece rebotar en todo los límites del entorno. Como quien ríe de la muerte de un sueño o celebra la escapada de un amor, ríe en grande para ser escuchado.
  Miro desesperadamente cada detalle del interminable azul que se alza sobre mis pies y sumerge mi cabeza, el que hace minutos inundó mis pulmones; en vano. No se observa nada más que yo hasta que la sonrisa se escucha bien cerca de mi oído.
  Miro hacia atrás tan rápido como puedo, aunque cuidadosamente para no ahuyentar a lo que sea que emite ese desagradable sonido. Y mis ojos topan con la antropomorfa figura y me sorprendo de su ínfimo tamaño. Está vestida de negro como de negro su piel, en contraste con una sonrisa poco uniforme que sobresale de su redonda cabeza, blanca como las nubes del verano. Quiero preguntarle quién es pero mi voz no logra ser escuchada porque el mar se la roba antes de que salga de mis labios.
  Y se aleja con tristeza luego de esa risa horrorosa, yo me quedo hundido allí viendo como se pierde de los límites de mi visión. Sale de la jaula y abre su puerta dorada, al cerrarse abro mis ojos.
-¡Calímedes! Tuve una pesadilla.

Hubo Una Vez, Un SueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora