Capítulo: 17

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“La muerte es dulce; pero su antesala, cruel.” —Camilo José Cela.

Tener que despedirte de alguien a quién amas siempre es doloroso. Y más aún si es a muy temprana edad. Justo como le ocurrió a Evan Hoffman.

El día del funeral de Lissa, el pueblo entero asistió. Todo el mundo lucía consternado; algunos lloraban; otros simplemente miraban el ataúd, horrorizados. Ninguno de los que estábamos aquí podíamos creer que Lissa, la chica dulce, sonriente y amable que una vez conocimos, estuviera dentro de aquel horrible feretro. El señor y la señora Hoffman se aferraban al ataúd como si la vida se les fuera en ello. Lloraban desconsolados sobre él. Evan, su hijo pequeño, también lo hacía. Solo que él a diferencia de sus padres, lo hacía apartado de todos. Sentado en un rincón, miraba aterrorizado en dirección al ataud y al mismo tiempo luchaba por limpiarse las lágrimas que resbalaban por sus rosadas mejillas, y las cuales parecían no querer detenerse.

Me sentó fatal verlo así, sabía que el chico no entendía cómo era que su hermana había terminado dentro de esa caja, mucho menos el por qué. Tal vez cuando fuera un adolescente lo sabría, o quizá, para ese entonces sus padres ya se habrían marchado de este pueblo y Evan nunca llegaría a enterarse de lo que en verdad le ocurrió a su hermana, quizá ni siquiera se acordaría de este día. Era muy pequeño todavía, cabía la posibilidad de que su cerebro bloqueará todo esto. Era muy probable que siendo adulto solo recordara fragmentos de lo doloroso de este momento o tal vez ni eso. ¿Pero qué pasaba si él y su familia no abandonaban el pueblo? La pesadilla prevalecería por siempre en su memoria, de alguna u otra manera las personas se lo recordarían. Y si no conseguíamos desenmascarar pronto a Stanlee Jefferson, él asesino de su hermana se habría salido con la suya. Eso no habría sido justo para Lissa ni para nadie en Crowley Hope.

Sentir los dedos de Cara apretujandose más contra los míos me hizo salir de mis cavilaciones. Pese a que mi mirada continuaba puesta en el pequeño chico rubio sentado en uno de los rincones de la funeraria, con las rodillas pegadas a su pecho mientras sollozaba sin parar, mis pensamientos dieron un giro de 180°. Ese horrible pensamiento que desde hace días me había estado torturando, volvió a plantarse dentro de mi cabeza.

De manera abrupta aparté la mirada de Evan para mirar a mi esposa, quien pese a las objeciones y amenazas por parte de su madre, no dudó en sentarse a mi lado. Al notar que algo no estaba bien conmigo, despegó su cabeza de mi hombro. Me conocía tan bien que ni siquiera me molesté en tratar de disimular, y bueno, mentirle nunca era una opción. Su entrecejo se arrugó y sus ojos grises se entrecerrarron mientras buscaba en mí algo que le diera una pista de lo que me ocurría.

—¿Qué ocurre? —quiso saber, su expresión se llenó de preocupación. —Te has puesto pálido de repente —agregó sin dejar de observarme.

No fui capaz de responder a su pregunta. Fue como si mis cuerdas vocales hubieran desaparecido. Me aterraba decir en voz alta lo que pasaba por mi mente. Pensaba que si lo decía, en cualquier momento podría hacerse realidad. Así que lo que hice en su lugar fue enredar su cuerpo con mis brazos y apretujarla contra mí. Mi reacción la tomó por sorpresa, pero aún así no dijo ni hizo nada. Deposité un corto beso contra su cien, para luego volver a acercarla más a mí. Cuando Cara correspondió a mi abrazo, enredó sus brazos en mi cintura, no tardé en sentir la seguridad que estar entre sus brazos siempre me proporcionaba. Solo ella podía hacerme sentir de tal manera en medio del caos. Sus brazos eran ese lugar seguro al que siempre podía acudir.

—Esta conversación aún no termina —me advirtió en un susurro.

Dejé salir el aire por la nariz. Era justo lo que me temía.

No dije nada, solo me dediqué a abrazarla. Mientras lo hacía, era consciente de las miradas asesinas que recibía por parte de su madre. De no ser porque el señor Rizzo le sostenía el brazo, Marina Rizzo ya se habría avalanzado sobre mi para alejarme de su hija. Eso me hizo pensar en el giró tan inesperado que habían dado nuestras vidas; hasta hace apenas unas semanas nuestras familias se reunían cada domingo después de misa para pasar juntas el día de parrillada. Para aquel entonces, la madre de mi ahora esposa, estaba feliz con que Cara y yo fuésemos novios. Pero ahora, aquello solo parecía repudiarle. Sobre todo porque Cara ya había tomado una decisión. Así su madre pegara el grito en el cielo y el pueblo entero la exhiliara; ella no estaba dispuesta a seguir fingiendo que nuestra relación había llegado a su fin. Aparte de mis padres, también teníamos el apoyo de su padre, y eso para nosotros era suficiente. Además nos teníamos el uno al otro. Y eso siempre sería así.

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