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Sus manos agarraban mi cintura con fuerza cuando me empujó contra la pared. Las mías fueron a su espalda, apretándolo más contra mí, mientras presionaba sus labios contra los míos. Abrí la boca para gemir por el leve dolor que sentí por el impacto de mi espalda con la dura pared, y él aprovechó para sumar la lengua al arriesgado juego que estaba teniendo lugar en el laboratorio de fotografía, iluminados solo por la luz de seguridad roja.

Llevaba días esperando ese momento. Volver a sentir su boca, sus manos que no podían dejar de tocarme, y esa adrenalina que recorría todo mi cuerpo.

Apenas tres horas antes, no tenía ni idea de que iba a ocurrir algo así. Estaba en el bar jugando cartas con Natalia mientras nos comíamos un bocadillo. Le había enseñado los dibujos que había hecho para trabajar el bloque del cuerpo, ese que tenía que trabajar más, y contándole mis dudas con respecto a lo que había dibujado. Había pasado todo el fin de semana haciendo dibujos y dibujos, pero seguía sin convencerme. Ella me había dado el mismo consejo: necesitaba un modelo. Incluso bromeó diciendo que podría pedírselo a Gabriel, y tuve que morderme la lengua.

No es que no tuviera ganas de contarle lo que había pasado con Gabriel en su fiesta, porque las tenía, pero había algo en ese secretismo, en el que no lo supiera nadie, que lo hacía todo aún más divertido y excitante. Ese lunes todavía no había hablado con él más allá de un saludo, aunque habíamos tenido dos clases juntos, pero no sentía que hubiera habido ningún tipo de tensión negativa... solo la tensión de siempre, pero intensificada. Y no sabía si iba a aguantar toda la semana sin saltarle encima, la verdad.

—Por cierto, ¿sabes algo de Leo? —me preguntó justo después de haberme pegado una paliza en un juego que le había enseñado su abuela y que yo claramente no dominaba, por no decir que se me daba fatal.

—No —contesté distraídamente, mientras barajaba las cartas.

—La semana pasada apenas vino a clase, y hoy no ha venido.

—Se habrá hartado de la carrera. —Me encogí de hombros.

Ella se quedó en silencio unos segundos antes de volver a hablar.

—¿No has vuelto a hablar con él desde que lo dejasteis?

Levanté la vista, encontrándome con la pelirroja mirándome con curiosidad.

—No —dije, dejando el mazo de cartas en la mesa—. No quiero saber nada más de él. Es un gilipollas, y su vida me da igual.

—Pues también es verdad. —Asintió con la cabeza, y sonreí.

La verdad es que ya apenas pensaba en Leo. Lo que me había hecho había sido horrible, sí, pero que hubiera dejado de estar en mi vida no me había afectado demasiado. De hecho, ahora que no tenía que darle explicaciones a nadie, que no tenía que estar yendo con cuidado constantemente para que no se enfadara, me sentía mucho más libre.

Una mochila salió volando hasta caer encima de la silla que había a mi lado, y me giré para ver a Marian —que seguramente era la lanzadora— y a Gabriel caminando hacia nosotras.

—Buenas tardes, señoras —nos saludó ella.

—¿Señoras? Pero si somos más jóvenes que tú —le recordé, porque tanto ella como Gabriel tenían un año más que nosotras, y desde que lo había descubierto se lo recordaba cada vez que podía, para molestar.

—Ni que fueran cuarenta años de diferencia —se quejó ella antes de volver a coger la mochila que había tirado y sentarse en la silla.

Gabriel se sentó en el lado opuesto de la mesa lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Ya habíamos acabado las clases por ese día y no teníamos trabajos ni exámenes, porque todavía nos quedaban más de dos meses para terminar el curso. Es por eso que nos podíamos permitir estar perdiendo el tiempo en el bar. Esa tarde yo no tenía Francés, y había dejado de ir al gimnasio al dejarlo con Leo, tanto por no encontrármelo como porque me estaba empezando a dar pereza ir, así que tenía tiempo.

Cosas de rubiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora