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Hay muchos momentos en la vida en los que quieres darte una bofetada a ti misma por no haber hecho algo por lo que estás pagando las consecuencias.

Bien, pues yo había olvidado coger una toalla antes de meterme en la ducha, como cada día.

A estas alturas una se pensaría que ya no tenía sentido seguir molestándome con mi propia naturaleza olvidadiza, pero de verdad que me frustraba esa parte de mí.

—¡Nina! —grité, apagando el agua para que se me escuchara bien—. ¡Una toalla, por favor!

La única respuesta fue un gruñido, de esos que se sueltan cuando alguien te pide un favor a gritos a las siete de la mañana. En menos de un minuto mi eficiente hermana melliza abría la puerta del baño y, seguidamente, me lanzaba una toalla a la cara.

—Deja de pegar estos gritos cada mañana, vas a acabar con mi salud mental —me pidió, desesperada.

—No es mi culpa que hayas decidido que las siete de la mañana era una buena hora para volver de fiesta —repliqué, encogiéndome de hombros, y ella rodó los ojos antes de salir del cuarto de baño.

Pese a haber nacido a la vez —bueno, técnicamente yo nací treinta y siete minutos antes—, Nina y yo somos completamente diferentes. Ella es morena, con los ojos claros, muy fiestera, pero a la vez muy ordenada y responsable, y en menos de un mes se iba a París a estudiar Derecho. Yo soy rubia, de ojos marrones. No marrón miel, ni marrón "verdoso", ni ese marrón que algunas personas defienden tener que supuestamente se vuelve verde cuando le da el sol, no: son marrón caca.

Ese mismo día empezaba la carrera de mis sueños: Bellas Artes. Aunque estaba muerta de sueño —despertarme a las siete tras casi tres meses despertándome a partir de las diez era doloroso—, también estaba emocionada. Llevaba tiempo soñando con estudiar Bellas Artes, desde que era pequeña. Yo siempre había sido una de esas personas que no prestaba atención en clase por estar dibujando y, aunque eso me había supuesto muchos regaños, también me había ayudado a definir mi vocación.

Tras secarme, enrollé la toalla en mi cuerpo y salí del cuarto de baño para ir hacia mi habitación. Lo primero que hice una vez dentro fue desnudarme y abrir el armario. Entonces suspiré.

No, nunca sabía qué ponerme, y mira que no es que me faltara ropa. Y si a eso le sumas el hecho de que mi armario parecía haber pasado una guerra, la cosa se ponía aún peor. Las bragas mezcladas con los calcetines y los pañuelos; sudaderas, camisetas y pantalones tirados de cualquier manera en los cajones... Y ya os podéis imaginar cómo estaba el resto de la habitación. Era un maldito caos, pero era mi caos, y en cierto modo tenía su encanto. Aunque al parecer solo lo tenía para mí, y no para el resto del mundo.

—Por Dios, Ariadna, este lugar es una pocilga —se quejó mi madre, escandalizada. Ya decía yo que tardaba en aparecer. Ahora tocaba ese momento en el que me decía que cualquier día iba a tirar toda mi mierda—. Un día llegarás a casa y te encontrarás que lo he tirado todo a la basura, y no podrás decirme nada.

—Mamá, me gustaría vestirme. Es mi primer día de Universidad y no quiero ir desnuda —le pedí, cerrando los ojos y armándome de paciencia.

—Pues ordena tu armario —masculló antes de salir del cuarto, haciendo resonar sus tacones contra el suelo.

Al final, tras casi diez minutos intentando elegir mi ropa, terminé hartándome y eligiendo cualquier cosa, como siempre. Un vestido de verano corto y negro y unas Vans. Me peiné rápidamente. Consideré secarme el pelo pero ¿para qué? Si hacía un calor insoportable en la calle. Saqué el delineador de uno de los cajones del cuarto de baño, y me dispuse a maquillar mi ojo.

Cosas de rubiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora