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Empezamos a caminar en silencio por las desiertas calles de Pedralbes. Dejé que mi atención se volviera a perder en las casas de la zona, algunas de ellas con diseños enrevesados y lujos innecesarios, al lado de otras más sencillas pero que no debían de ser baratas en absoluto. Escuché música, a lo lejos, haciendo eco por las calles, y supuse que alguien estaría haciendo una fiesta, igual que nosotros.

—¿Quieres hablar del tema? —me preguntó Gabriel al cabo de un buen rato, cuando ya estábamos en una zona del barrio un poco más urbana, donde predominaban los edificios de pisos en vez de las casas.

—No —contesté, negando con la cabeza—. No hay mucho que hablar, y no quiero pensar más en eso. Ya le he dedicado demasiado tiempo a las gilipolleces de Leo en los últimos meses. Estoy harta. Quiero olvidarme de que existe, al menos durante un rato.

—Pues no me parece mal —asintió.

—Cuéntame algo, lo que sea —le pedí, y luego recordé lo que había hablado con él y con Marian poco antes de las vacaciones—. ¿Cómo terminó el tema de la chica esa, Anya?

Él se rascó la nuca.

—Oh, volvimos a hablar y decidimos ser solo amigos, pero la verdad es que no ha funcionado. Me da pena que hayamos acabado así, porque es una tía genial y la conozco desde hace años, pero tampoco puedo hacerle nada. —Se quedó callado unos segundos, pensativo, y luego me miró—. Oye, ¿has estado alguna vez en los jardines del Palacio de Pedralbes?

—No —contesté—. ¿Por?

—¿Quieres ir?

Saqué el móvil y le di una rápida mirada a la hora. Vi que tenía mensajes, pero ni siquiera me paré a mirar de quién eran antes de volver a guardar el móvil en mi bolsillo.

—Son las dos y media de la mañana —le dije—. Me da a mí que estará cerrado.

Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios.

—Nunca está cerrado si sabes por dónde entrar.

Levanté una ceja, con curiosidad, pero él no dijo nada más hasta que, diez minutos después, llegamos a los jardines. Estaban cerrados por un muro de piedra, no muy alto pero lo suficiente como para que no se pudiera subir, y no tenía ni idea de cómo Gabriel pretendía saltarlo, porque era prácticamente imposible.

Lo vi mirar el muro con atención, y luego giró hacia la derecha. La luz de las farolas apenas llegaba a iluminar la zona, así que sacó el móvil y puso la linterna mientras seguía merodeando. Se metió entre unos arbustos, y enfocó la estructura de piedra con la linterna.

—Aquí está —dijo de repente, sonriendo para sí mismo.

Me acerqué, y pude ver un bloque de piedra en el suelo. Era lo suficientemente alto como para que se pudiera usar como escalón, y no parecía estar ahí de forma arbitraria. Me sorprendió pensar en quién podría tener tanta fuerza llevar una piedra tan grande como esa hasta allí, pero no tuve tiempo para darle muchas vueltas porque Gabriel se subió encima y, con un rápido movimiento, se subió al muro y desapareció detrás de él.

Lo seguí, algo dudosa y, tras haberme subido, salté al lado de otros arbustos, que daban a uno de los caminos que formaban parte de los jardines.

Voilà —dijo él, levantando los brazos—. Misión cumplida.

—¿Cómo puede haber esa piedra enorme al lado de la valla sin que se hayan dado cuenta? —pregunté, intrigada—. Y, ¿no hay vigilantes?

—Esta piedra lleva, como mínimo, tres años aquí —me contó—. No la quitan porque o no se han dado cuenta porque está bien escondida, o les supone demasiado trabajo. Y sí que hay cámaras de seguridad, pero solo en la zona más cercana al palacio, así que no deberíamos tener ningún problema mientras no nos acerquemos allí.

Cosas de rubiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora