IV

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En las inmediaciones de Dreadfulton Hill se esparcían las tinieblas, y se escondían entre los árboles, en tanto ocultaban, acaso, lo que tanto temían los pobladores de Blackfort. Los enormes ventanales de la casa, así como la puerta principal, resplandecían de un tibio color naranja, y bailoteaban las sombras a causa de las trémulas velas. Había dispuestos por la galería, en el salón y en el pasamanos de las escaleras, decenas de candeleros que los invitados podían cargar para darse pequeños viajes por el interior de la construcción.

      Victoria y Natalie se dispusieron a caminar hasta la entrada con un paso muy lento, casi como si no quisiesen entrar; sin embargo, sir Abraham se apareció por detrás, las empujó y regaló simpáticas sonrisas por todos lados. Los jovencitos Twincastle les seguían y también prodigaban gestos agradables. Después, tras haber sido advertidos por el líder de los criados, lanzó este un anuncio que arrancó aplausos y propició la realización de un pasillo honorífico del que sir Abraham disfrutó darse de ínfulas. Adentro platicaron, recordaron viejas anécdotas, presumieron de sus aventuras y compartieron opiniones políticas en las que todos estaban de acuerdo.

      Sir Abraham hablaba bien de sus antepasados, unos colonos que se habían dedicado a defender con honor sus tierras de los temibles indios, y que, como familias asentadas, le habían invitado en ocasiones al independiente Nuevo Mundo.

      Victoria y Natalie, allí sentadas, esperaban a que la arrogancia de sir Abraham frente a sus allegados terminase. Se aburrían y ni entablaban una conversación entre sí. La rubia taciturna se había vuelto tan amarga que ni siquiera hacía un comentario impertinente aunque sincero, como solía hacerlo. Su esposo, George, llegaría aparte en una carreta con sus propios compinches, porque, según Natalie, él se avergonzaría si ella subía con ellos. Victoria no sabía cómo responder a semejante desdén, y, no obstante, le ofendía más que Natalie lo aceptase y no se quejara al respecto, solo por complacer a aquel canalla.

      —¡Vivaldi! —les dijo sir Abraham a los instrumentistas, con un gesto en el que había chasqueado los dedos—. Quiero a Vivaldi.

      Obedientes, aquellos hombres ejecutaron una pieza del afamado compositor veneciano.

      El baile comenzó. Su padrastro, que se relamía el típico peinado hacia atrás, y luego de haber hecho crujir sus mitones de cuero, eligió a una dama de entre los invitados y valsó con ella en una pista que existía solo para ambos. Al finalizar el anfitrión su danza, nadie invitó a Victoria ni a Natalie, y tampoco lo deseaba ninguna de las dos, por supuesto. Victoria se entretenía con solo admirarlos, mientras su amiga acariciaba a su no nacido primogénito.

      Cuando nuestra heroína se percató de que su acompañante jadeaba, casi como si estuviese a punto de dar a luz —y que incluso le faltaban unas semanas para el susodicho evento—, giró en torno a su rostro y le escrudiñó: había cierta lividez el semblante de su amiga. Su piel lucía aperlada, brillante, casi como si el exceso de candor influyese más en ella que en los demás. Entonces su corazón dio un vuelco cuando acercó sus nudillos a la frente de la muchacha.

      —¡Natalie! —le dijo, sin recibir una mirada de su parte—. ¡Estás ardiendo!

      La chica no respondió, más bien gimió y apartó la cara.

      —¿Te sientes mareada, te duele la cabeza?

      Natalie asintió.

      —¿Los dos?

      —Sí... —Y le miró al fin—. No es grave.

      Victoria no había comprendido si era una respuesta o una pregunta.

      —Debemos avisarle al doctor Polidori.

      —No es para tanto. Se me pasará.

      —Mira: he leído sobre embarazos y no he hallado nada sobre fiebres que comiencen como si nada. Le avisaré a mi padrastro.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora