Faltaban todavía horas para el anochecer, y como el cielo de Viena le favorecía, Victoria acudió a refugiarse en el coche, mientras esperó a que un sueño le quitase el sabor amargo de la boca. Pero comenzó a preguntarse qué estaría pensando Demian. Repetía la discusión varias veces en su cabeza, y la revivía, como convenciéndose de que su punto tenía más sentido que el de él. Hablaba consigo misma y no podía dormirse. Había tanto ruido dentro de su mente, que lo único que se le ocurrió fue salirse y explorar las calles.
En Viena había más clase que en Londres. Si bien las calles estaban repletas de estiércol y lodo, no parecía contar con la diversidad que tenía la capital inglesa. Frecuentó tiendas, miró escaparates y se probó vestidos.
De pronto se sintió estúpida y culpable. Como para huir de estos sentimientos, hizo caso omiso y se dirigió a un parque, de donde sacó de su talega el diario y releyó lo que tenía escrito, con la intención de inspirarse para el siguiente capítulo. Pero qué tontería le pareció su idea dos párrafos después; se suponía que debía olvidar a Demian desde ahora, y lo único que consiguió fue leer sobre sus peripecias.
Habiendo superado su melancolía, reabrió el libro y continuó leyendo sus memorias, que más que de ella, parecían hablar en su mayoría del postillón encantador. Se dio cuenta que describía con detalle sus mangas ribeteadas, su chorrera fresca y análoga a una esponjosa almohada, su tricornio o la facilidad con la que su humor le arrancaba risas.
Una gota cayó en la base de su pulgar y supo que estaba llorando. Qué tonta, se dijo, cómo creería que iría allá a Verislavia sin Demian a su lado. Soñaba con sacrificarse, que su muerte tuviese significado, tal y como lo dijo mil veces, pero le tenía mucho miedo a la muerte; ya había estado allí, en ese sitio en el que todo desaparecía. Se preguntó, pues, qué sería más aterrador: no existir o penar como alma en la Tierra.
«Ya soy un alma en pena.»
Un caballero se acercó y le preguntó algo en un idioma que no entendió.
—Lo siento, yo...
—Oh, dispénseme, joven. No sabía que fuera inglesa. ¿Se encuentra bien? ¿Por qué llora?
El hombre, anciano, calvo y de manos tan blancas como moteadas por la edad, le sonrió con un gesto de dulzura. Quiso contarle sus problemas de amores con toda confianza, aunque claro, semejantes bobadas no le importarían a un desconocido.
Detrás de su interlocutor notó que las nubes comenzaron a abrirse, y así un rayo de sol emergió de entre ellas. Enseguida sus ojos se encandilaron y su piel comenzó a escocerle. El buen hombre se quitó el sombrero cuando notó en ella reacciones adversas incomprensibles.
Victoria se disculpó, recogió su vestido y echó a correr por la vereda principal del parque. Buscó un refugio. Su visión se tornó blanca, demasiado brillante. Sobre sus brazos percibió mil picotazos.
«¡Soy una idiota, una idiota!»
Por fin halló un puente que cruzaba un riachuelo poco profundo y se ocultó ahí de la luz. El rayo de sol que le perseguía se ahogó en otra nube y quedó bloqueado por la techumbre que proveían los árboles.
Estuvo cerca. ¡Otro poco y se carbonizaba en medio de una calle vienesa!
Regresó a la diligencia ya con más calma y encontró a Armin allí dentro; había sido una sorpresa para ambos. Él estaba escribiendo sobre unos papeles arremolinados, sin orden entre cada uno, y Victoria quiso asomarse al texto.
—Oh, disculpe —dijo él—. Es solo pura basura, para el borrador de mi libro. ¿Qué ha pasado, madame? —Recogió todo con rapidez y despejó su paso hacia la banqueta, donde ya después pudo sentarse y liberar una exhalación.
—Nada... Una tontería mía. Deberíamos irnos ya. —Ahora se encontraba decidida a abandonar a sus amigos vorloks.
—¿Irnos?
—Sí, a Bratislava. Estamos perdiendo el tiempo; llevamos más de un año viajando.
—Pero, ¿y Bathalpath? También falta el muchachito ese.
—Discutimos. Da igual, señor Vámbéry —espetó—. Él ya no quiere viajar más. Lo que vamos a hacer en Verislavia va en contra de sus principios. —Se sorprendió a sí misma encontrándose molesta por la misma cuestión. Poco importó si había leído sobre él en el parque—. ¡Ponga en marcha esta carroza, Vámbéry!... por favor.
La cara de Armin decía «al diablo con lo que usted me pida», pero se guardó cualquier opinión al verla decidida, así que se levantó, recogió su desorden y trepó al pescante.
Después de una hora y media llegaron a Bratislava. Con los animales nutridos y descansados, la diligencia estuvo pronto en medio de las concurridas avenidas, un sitio más pequeño y menos sobresaliente en comparación. Sin embargo, los edificios eran bellísimos, de techos rojos y muros blancos. Había castillos preciosos y muy grandes.
Cruzaron un río y las sombras se hicieron más exquisitas; los alrededores estaban cubiertos por árboles repletos de ramas desnudas, enormes. Recorrieron la ciudad hasta salir al mismo río, en una zona con más vegetación que árboles, ya cuando el cielo comenzó a poblarse de estrellas, y Victoria decidió que debía parar ahí, donde reposaban los cimientos y las ruinas de otro viejo castillo.
—¿Qué lugar fue este, Vámbéry?
—Era el castillo Devin, madame. Lo construyó Napoleón Bonaparte en 1809 —repuso, con su voz todavía confundida o apesadumbrada—. Cerca de estas tierras nací. Conozco bien este camino. Nos llevará sin duda hasta Budapest, en un par de horas por lo mínimo. ¿Y puedo preguntar, madame, por qué pararíamos aquí?
—Estoy cansada. —No era verdad, tenía la esperanza de que Demian le hubiera seguido.
En las ruinas no venían las personas, al menos no a tal hora de la noche. Los paseos en la zona estaban limitados por la oscuridad y la vegetación, pero para Armin y Victoria no era problema. Y como no había restricción alguna, ellos pudieron ascender a la colina, donde se hallaba una única torre derruida y una base igualmente ruinosa y circular.
La noche transcurrió tranquila. Demian no se apareció, y Victoria lloró, odiándose a sí misma. Sin más, Armin y Victoria emprendieron el viaje a Budapest. Según el húngaro, ya se encontraban a uno o dos meses de Verislavia. Las predicciones de la joven dictaban que estaría allá en los comienzos del verano. Conforme se acercaba, sus miedos se hacían más grandes. ¿Moriría sola? ¿Tendría algún nuevo poder? ¿Qué sería lo inesperado que Demian tanto temía?
En medio de un camino solitario, boscoso y donde los lobos aullaban por las madrugadas, la diligencia, que ya había dejado Viena días atrás, recibió un impacto en el toldo. Armin se sorprendió y los caballos relincharon con el estrépito. Dos figuras humanoides habían caído sobre la imperial, y el cochero se alegró cuando vio aquellos rostros a la luz de la farola.
—¡Señorita Victoria! —dijo Demian. Pegó un salto y abrió la portezuela—. ¡La he estado buscando por todas partes, durante noches enteras!
—¡Señor Demian! —Por un instante se olvidó de todos sus enojos y diferencias y arrebató su aliento a besos. Ambos tardaron un poco arruinándose los peinados, mientras Armin y Erlik eran testigos; el muchacho contemplaba la escena con emoción y Armin con una sonrisa de satisfacción. Quién sabe qué pensamientos y emociones atraviesan dos amantes que dicen odiarse un día, para que los venideros se queden solos, sin el otro. ¿Qué sentimientos experimentaran en sus mutuas ausencias? Solo ellos lo saben—. ¿Por qué me abandonó, Señor Vampiro? —Por culpa de sus sollozos entrometidos, los labios del monstruo tenían gusto a sal.
—¿Que por qué la abandoné? ¡Usted se largó así como así! No se vuelva a ir de esa forma de mi vida, mujercita, o juro que le arrancaré el corazón y lo devoraré. —La pasión continuó y Erlik tuvo que cerrar la portezuela, para alejarse con Armin a platicar por ahí detrás de los arbustos. En cualquier momento, temía el mortal, llegaría una manada de lobos y se los devorarían.
Aunque, la negrura no reinó aquella noche, porque de la imperial salió música y luces, en medio de un traqueteo vehemente en el que las trompetas y los violines no fueron los únicos en llenar el aire con su sinfonía.
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Bloody V: Réquiem de Medianoche ©
VampireInglaterra, siglo XIX. Victoria se alimentaba de la sangre de los mortales y sembraba el pánico en los hediondos callejones de Whitechapel. Hasta los periódicos la apodaron Bloody V. Cuando finalmente es atrapada por Scotland Yard, la élite londinen...