XIV

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Lansdown Road era una calle preciosa: todas las casas tenían un jardín amplio, sillas y mesas al aire libre, árboles frondosos y frescos y cercas de mimbre que evocaban a las cottage de las campiñas. Victoria apreciaba todos estos detalles las veces que salía de paseo. Como en estos días de verano la luz del sol era muy fuerte, la joven se contentaba con su sombrilla blanca, su gorro y su prenda del mismo color, un vestido largo y sin mangas de textura deliciosa que, a pesar de exponerse al calor extremo, nunca perdía la frescura.

      Victoria bajó su sombrilla y encontró a su madre a un lado del sendero empedrado del jardín. La noble rubia regaba las plantas y acariciaba unos heliotropos, a la vez que parecía aspirar su fragancia natural. Cuando Mina levantó su mirada y vio llegar a su hija, dijo:

      —¡Vaya! Si no aparece tu rostro detrás de esa sombrilla hubiera jurado que eras un ángel.

      —No es para tanto —aceptó el halago, pero se ruborizó.

      Las mujeres pasaron al jardín posterior y tomaron asiento cerca de un lago, junto a los juncos. Aunque el agua fulguraba bastante, ni Victoria ni su madre sentían que les doliera la vista. Hablaron de José, que había salido de negocios a quién sabe dónde, y que llegaría muy tarde, a la noche. La joven recordaba haberlo visto en el daguerrotipo de la casa, y le había parecido que era un hombre moreno muy guapo; nada les envidiaría a los pálidos habitantes de Bath.

      —¿Sabes, Vicky? —dijo Mina, rompiendo un silencio de varios minutos—. Me da mucho gusto que hayas venido hoy.

      —Sabías que vendría, mamá.

      Mina sonrió de forma triste.

      —Sí, pero para mí ha sido una eternidad.

      —Solo ha sido un paseo el que tomé desde esta mañana. Todavía no es medio día.

      —Tienes razón, Vicky. —Acarició sus mejillas y la joven se cohibió—. Gracias de todos modos por venir aquí. —Y se levantó.

      —¿Adónde vas? ¿Por qué estás como triste?

      Wilhelmina caminó hacia los juncos y se metió al agua. Su falda flotó, y sus piernas desnudas se difuminaron bajo la turbia superficie del lago. Hacía caso omiso de los llamados de su hija, quien, con la idea de detenerla porque aquella parecía haber perdido los cabales, la siguió y protestó. Pero Mina se sumergió sin más. La luz reflejante en el agua se hizo más brillante, más blanca; Victoria tuvo que entrecerrar los ojos, en tanto gritaba por su madre, pero ésta ya no respondió más.

      Se había ido.

      Y, de pronto, una nube gigantesca y cargada de líquido opacó el sol y dejó caer una pesada lluvia. Oyó truenos y viento.

      —¡Mamá!

      Su rostro se empapaba y tuvo la idea de volver a su casa, pero al intentar caminar a través del jardín, una tos se apoderó de ella y despertó de su sueño. Ahora estaba yacida en medio del bosque, escupiendo. Había vuelto en sí.

      —¡Señorita Victoria!

      —¡Vicky!

      —Oh no —repuso. Alrededor de ella se encontraban sus amigos, los cuatro, sanos y salvos, lo que le dio gusto repentino cuando cayó en cuenta de que habían huido de Dreadfulton Hill—. Es de día. ¡Ha amanecido!

      —Regla número ochocientos, mujercita —dijo Demian con su habitual tono socarrón; ya no lucía impasible como en las noches anteriores—. El día no puede destruir a un vorlok si está nublado y lloviendo como ahora. Claro que tienen que ser buenas nubes como estas, porque sí es parcial, y digamos, una nube con un espacio para uno que otro rayo del sol, tendríamos que correr a escondernos; seguro acabaríamos hechos polvo. Es el astro rey en estado puro el que nos puede destruir, ¿por qué cree que sobreviví de niño y vi el amanecer a través de una tela?

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora