V

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La condesa Ravenhall había tenido otro de sus impulsos: una noche fustigó al vampiro hasta que su pecho adoptó la apariencia de las aberturas branquiales de un tiburón. Aunque lo alimentó con tres ratas y dos conejos la mañana anterior, Charlotte no conseguía quitarle las cicatrices. Dedujo que tal vez necesitaba la sangre de una persona virgen, o la sangre de un niño, pero no se atrevía a darle, en cambio, de la esencia de las señoritas a las que educaba para institutrices. Se quiso ahorrar el despilfarro de energía y explicaciones, así que continuó con su espalda. Como no podía dormir, y como el vorlok se encontraba más lúcido en la madrugada —esto quiere decir que aquel gritaba y rogaba más a tales horas—, Charlotte decidió reposicionar su cuerpo: lo había atado a dos cadenas cortas, una adosada en cada muro para que este pudiese estar levantado y sujetado por ambas manos a los lados, mientras que su lomo quedase descubierto y a merced de sus travesuras, como ella las llamaba. Y una vez que estaba listo como deseaba, Demian se arrodillaba y quedaba más abajo de lo que la condesa prefería, pues sus piernas, que tanto tiempo estuvieron confinadas a la madera, ya no lo sostenían, y se agitaban si reposaba su peso sobre estas. Charlotte, no obstante, llegó como a las dos de la mañana, llena de impulsos destructivos que anhelaban su pronta ejecución. No pudo dormir, le justificaba, en sus sueños ideaba nuevas prácticas de dolor y placer.

      —¡Levántate, monstruo!

      —Sí, miladi... —dijo, una vez que hubo pedido clemencia por la debilidad de sus piernas.

      Pero a Demian le costaba mucho trabajo mantenerse en pie. Necesitaba de sus brazos, del equilibrio que estos le proporcionarían, así que volvía a caer, y las cadenas se agitaban, para hacer después el tintineo característico de los metales. El monstruo se limitaba a gemir de frustración, tal vez derramando algunas lágrimas, pero no hubo compasión en Charlotte, sino simple regodeo.

      La dama, vestida de su color favorito para la ocasión, el lapislázuli, se preparó para darle con la fusta en medio de los omóplatos, aunque se detuvo justo antes de su malvado acto.

      —Si tuvieses a Dios en tu corazón, y un profundo agradecimiento hacia Él, te podrías levantar sin más, chiquillo. Te gusta sufrir y llevarme la contraria, ¿verdad?

      —No, miladi... —Tosió—. Bajo ninguna razón me gusta contradecirla. Yo la he de respetar a usted, naturalmente; aunque, como verá, no estoy muy acostumbrado a ser crucificado. Soy longevo, pero no alcancé a vivir en el Imperio Romano.

      —Te burlas de mí, chiquillo...

      —¡No! No, yo no me he burlado de nadie en toda mi vida.

      —Hay cierta ironía en tu voz, chiquillo, y voy a enmendarte. Te corregiré. Saldrás de aquí cuando hayas acabado con las horribles enfermedades de este asqueroso país y hayas aceptado a Cristo, de quien estarás orgulloso y a quien te encomendarás de hoy en adelante.

      —Lo que usted quiera, miladi.

      —¡Calla, maldito monstruo! —La distancia entre sus omóplatos se tornó rojiza tras media docena de azotes, que restallaron muy alto en el eco de la recámara; pero Demian se tragó sus gritos al apretar los dientes y los párpados ojos. Ya no quería que aquella dama se bebiese, en forma de placer, todo el dolor que le demostraba—. ¡Deja tu ironía! ¡Deja tus bromas, que a nadie harás reír esta noche! —Culminó sus órdenes con otros trece azotes, salió, y lo dejó en soledad.

      Demian se quedó pendiendo de las dos cadenas, ahí en el centro de la habitación. Más tarde consiguió levantarse. No se permitía estar en el piso, no porque tuviese miedo de que su victimaria volviese, sino que su orgullo, ya desmoronado de por sí, le impedía quedarse con la frustración que la condesa le hizo sentir. Se resbalaba con la poca sangre que se había secado en las rocas del suelo; sin embargo, tras un intento prolongado, como de una hora, Demian consiguió levantarse. Sus piernas se sacudían sin remedio, e inhalaba y exhalaba hasta hacerse de fuerzas.

      Más tarde, como lo pensó, Charlotte volvió muy triste, ya con el ánimo tan apagado, tan diferente, que parecía como si hubiera venido otra persona. Se acercó a su irritada espalda y le prodigó lamentos, disculpas y palabras bonitas otra vez, ahora sobre su nuca.

      —¡Oh, mi chiquillo! —Percibía la humedad que salía de sus pestañas—. ¡Mi adorado chiquillo! Que Dios te perdone y te reciba en Su Reino si acaso te me fueras. Tu alma es importante para mí, querido mío. ¡Oh, pobre! —Y le besaba la piel, le lamía las laceraciones, todo mientras se tintaba los labios de rojo.

      Charlotte se fue otra vez, embargada por una de sus supuestas congojas. Del interior del cuerpo de Demian regresaba el aterrador calor; en consecuencia, un sudor le recorrió la espalda, y sus heridas ardieron como el hierro recién forjado. No llevaba contadas las horas desde que Charlotte le dio esencia de rata por última vez.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora