Le parecía una persona decidida, segura de sí misma, con una vida casi organizada, a pesar de tener un año menos que él.
Mirko tenía cada día menos idea de lo que quería hacer con su vida, y no podía evitar admirar a aquellos de su grupo de amigos que parecían tener eso más que resuelto.
Como por arte de magia, ahora que se habían conocido Yaco y él empezaron a cruzarse todo el tiempo. Vivían lejos uno del otro, pero como trabajaban en la misma cuadra pasaban mucho tiempo del día cerca. Él siempre lo saludaba, aunque no se parara a hablar. Siempre le chocaba el puño, o le daba un beso en la mejilla, o lo saludaba agitando una mano si estaba apurado, pero algo hacía.
Y cada una de esas veces, Mirko se fijaba en algo diferente. Un día era que le gustaba su remera. Un día que tenía zapatillas nuevas. Un día que se había peinado diferente.
Muy pronto se encontró esperando el momento de verlo casi todos los días, y hasta desanimándose aquellos en que no llegaban a verse.
Entonces se dio cuenta de que todavía no tenía su teléfono, y decidió hacerle saber.
Un cierto día de sol en el que se habían sentado a comer en las mesas de la vereda de un restaurante, intentó escribir su número en una servilleta pero la lapicera que siempre llevaba encima le falló como si fuera a propósito. Por suerte, Yaco se rió y le dio su celular para que se agendara directamente.
Le resultó raro, pero sintió que él le tenía confianza y eso le gustó.
Durante bastante tiempo no se hablaron por llamada o mensaje porque no fue necesario. Realmente se veían casi todos los días, y los que no, tampoco tenían nada de que hablar.
—¿Qué hace además del trabajo? —le preguntó Mirko a Alfonso en algún momento en el que se juntaron a hablar.
—¿Por qué no le preguntás a él?
Su amigo no respondió enojado, al contrario, levantó las cejas y sonrió, como para agregar un "ya que te interesa" a lo que había dicho.
Mirko se dio cuenta de que tenía razón. Se dio cuenta de que se veían casi siempre, pero no hablaban casi nada. Y quería que eso cambiara.