XIV - La Templanza

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Todos fuimos chicos alguna vez.

Todos en algún momento le tuvimos miedo a la oscuridad, e intentamos dormirnos a la noche pero vimos una sombra o escuchamos un ruido, por más mínimo que fuera, por más obvio que fuera que no pasaba nada, que no estábamos en peligro. Todos tuvimos miedo. Todos sabemos lo que es no poder dormir.

Después de leer esa única frase, eso fue todo lo que sintió. Miedo. Paranoia.

Cada vez que intentaba dormir, algo dentro suyo se movía y hacía un ruido, causaba una sombra, y volvía a hacerse la misma pregunta. La duda lo perseguía incansable, infalible.

Sus noches no volvieron a ser las mismas. Por mucho tiempo. La época de más frío había pasado, y su excusa de estar resfriado perdía peso. Sus ataques de tos solo se hacían más fuertes.

Aún así, no terminaba de odiar la situación. Era imposible odiar a una flor tan hermosa, y a todas las que vinieron después. Porque al principio era una, después fueron tres, y con el tiempo fue perdiendo la cuenta de las variedades de flores desperdigadas por su cuarto.

El cuaderno quedó obsoleto. Dejó de tener sentido pegar las flores en una hoja, y en vez de eso, las puso en jarrones con agua y las cuidó hasta que cumplieron su ciclo de vida.

Eso también dejó de tener sentido, cuando empezaron a ser demasiadas para tener en una sola habitación. Y cuanto más crecía la duda, más duraban las flores. Tenía libros llenos de pétalos entre sus páginas, pétalos que tardaban semanas en secarse. En un día tosía suficientes margaritas para armar una cadena. Entonces la paranoia empezaba de vuelta.

Gran parte de los pétalos quedaban escondidos en algún cajón o entre su ropa, porque si alguien viera la cantidad de flores que siempre parecía haber a su alrededor seguro haría preguntas, y ¿qué diría él entonces?

—Hago arreglos florales —contestó, con una sonrisa que por suerte no se vio forzada—. Podés encargarme por teléfono, o vení al local de mi viejo que estoy ahí casi siempre.

Vicente lo miró, levantando las cejas.

—¿Seguro que no sos trolo?

Mirko le dio un golpe en la nuca.

—Eu pero fuera de joda, bien ahí, ya era hora de que te consiguieras un trabajo vos solo.

—Bueno...

—Le voy a decir a mi tía, que es re loca de las plantas, seguro te encarga. —Habló genuinamente, parecía haberle creído.

No llegó ni a decir gracias antes de que Vini se fuera, dejándolo con un encargo para un negocio inexistente y más problemas que antes.

Estaban sentados en la vereda esperando a Alfonso mientras se tatuaba con Yaco, para después ir a comer a algún lugar de por ahí.

—¿De casualidad sos vendedor ambulante? —preguntó Julio, el único que había quedado sentado a su lado.

—¿Por? —Mirko giró la cabeza y lo vio tirar de un pétalo muy fino que sobresalía del bolsillo de su campera.

Sacó la madreselva y la sostuvo frente a él. Mirko lo conocía. Se le veía en la cara que no le había creído ni la mitad del cuento. Eso o lo estaba reprochando por guardar las flores en los bosillos de manera tan descuidada.

—¿De quién te enamoraste? —Definitivamente era lo primero.

Mirko suspiró. No quería decirlo en voz alta.

—De un pelotudo que no para de hacer comentarios homofóbicos.

—¿De Godo?

—¿Godo hace comentarios homofóbicos? —Se sorprendió de verdad, si alguien definitivamente no estaba en posición de expresarse en contra de cualquier cosa que no fuera heterosexualidad, esa persona era Alfonso.

Julio se encogió de hombros. Tiró la flor hacia arriba, que voló un poco antes de caer al piso.

—No tanto como Yaco.

Sintió una especie de tranquilidad por no tener que ser él quien lo dijera. Sabía que su amigo lo conocía tanto como él, sabía que no hacía falta aclarar nada más.

Hicieron silencio y se escucharon unas risas viniendo de adentro. Oriana estaba con ellos también. Mirko tosió con fuerza, llegando a sentir que le dolía el pecho, y miró con desencanto los pétalos azules que tenía en la mano, antes de guardarlos en el mismo bolsillo que ya rebalsaba.

—Es una condición muy rara. —Julio habló sin mirarlo—. Las flores crecen en los pulmones, y si no se cura a tiempo siguen creciendo hasta que te asfixian.

Mirko no se sorprendió tanto como podría. Había leído parte de eso en aquel libro hacía ya semanas, y se imaginaba que la consecuencia más lógica era la muerte. Lo que no sabía era que existía una cura, cosa que preguntó inmediatamente.

—Se cura cuando el sentimiento es correspondido —fue la respuesta.

Escuchar eso fue como si acabaran de decirle exactamente cuántos días le quedaban de vida.

—O sea que es incurable —dijo, mientras escuchaba salir del local a su espalda al grupo de amigos, entre ellos la razón y única posibilidad de cura de su enfermedad.

Julio no respondió nada más.

ₕₐₙₐ ₕₐₖᵢₘₐₛᵤDonde viven las historias. Descúbrelo ahora